Abrió los ojos. Lo primero que vio fue la nada. La despiadada nada. Lista para despedazarlo en su crueldad aparentemente interminable.
El olor a sangre y heces le cerraban la garganta. Había estado amarrado por tanto tiempo que sus piernas y brazos dejaron de advertirse. Su torso era todo lo que podía sentir, entonces, un abrumador temor recorría su médula con un toque frío e instantáneo, producto de la posibilidad de haber sido despojado de las partes de su cuerpo que no podía percibir más. Luego, instintivamente, replanteaba su situación; si le hubieran cortado por lo menos una de sus extremidades, ya debería estar muerto. Y no lo está, no todavía.
Dulce muerte. Se había convertido, justo al abandonarlo la esperanza, en la profanación más ansiada. La falta de dolor, de sofocación, de incertidumbre, todo ello debía ser hermoso. No comprendía como antes pudo temerle a lo que ahora significaría su salvación absoluta.
Los días dejaron de pasar en cuanto comprendió que en el infierno no transcurre el tiempo. También comprendió que el diablo no era ni el maestro ni el jefe. Él no le susurraría sus oscuras confidencias a los humanos, no. Ellos no lo necesitan a él; él les teme a ellos.
La boca le sabía a comida podrida. Cuando le daban algo de comer, siempre resultaba ser algo ya expirado, e inmediatamente anhelaba seguir degustando el sabor de su propia sangre. Sin embargo, nunca pudo suprimir su instinto básico alimenticio, aun a pesar de sufrir de malestares estomacales constantes a causa de los platillos purulentos.
Las curiosidades más tétricas las pudo aprender aquí. Cosas como que, el dolor, cuando es demasiado insoportable y predomina en más de un sector del cuerpo, este decide abandonar todas las demás partes para centrar de lleno su atención en algún desdichado dedo cortado, u órgano inflamado, o herida reciente y expuesta. Logró entender que la psique es sabia, y en el instante que el agobio sobrepasa todos los límites posibles, sencillamente se apaga y, ya sea un segundo, dos horas o incluso más, todos esos momentos de inconsciencia llegan a valer más que el oro. Son, en esencia, ayudantes de la muerte, vendiendo su paz y confort, seduciendo al miserable al que la vida le ha mostrado lo peor de sí.
Soltó un gemido que rebotó en las heladas paredes que lo aprisionaban. Incluso los gusanos que habitaban sus heridas putrefactas detuvieron el gran festín que se daban con su carne para compadecerse. Luego, continuaron jugueteando entre él, volviéndose el hormigueo más doloroso y constante jamás saboreado en su vida.
Le dolía el recto. Lo primero de su tortura fue justamente meterle un palo impregnado con pequeños cristales por ahí. Pero lo olvidó. Le dolió de sobremanera durante minutos que se le antojaron eternos, hasta que el desmayo lo salvó, y lo retuvo en su pequeña burbuja protectora mientras bloqueaba lo ocurrido. Todo lo que supo al despertar de ese primer desmayo, fue que un agudo e insoportable dolor lo aquejaba en esa zona. En un principio creyó que no podría haber dolor más horrendo. Estaba equivocado.
Su nariz captó un olor familiar, pero, debido a su estado deplorable, no logró identificar lo que era. El aroma era de algo cocido. Su cerebro voló de inmediato y creó imágenes de platillos hervidos, listos para purificar su paladar hambriento de algo que no estuviera podrido. La saliva le humedeció los labios partidos, su estómago crujió de placer solamente ante la idea. Si tan solo hubiera sido consciente de que era su propia carne quemada la que desprendía aquel apetitoso hedor. Hacía unas cuantas horas, parte de su torso fue incinerado con un soplete.
Estaba repleto de heridas, su cuerpo clamaba piedad cada que el viento decidía embestirlo. Le dolía respirar, moverse; le dolía vivir. El vivir se convirtió en su peor martirio, la experiencia más macabra. Y quién diría, que este mismo hombre levantaba a su pequeña hija con júbilo días atrás, antes de que sus dedos fueran cortados, y sus brazos rotos y cubiertos de laceraciones. ¿Qué diría aquella pequeña niña al ver a su padre en este estado? Que no era su padre, por supuesto. No, esta fétida y mascullada bola de carne no llenaba los requisitos suficientes. Era, más que nada, un grotesco espectáculo a la vista. Tan decadente que, cualquiera que lo viera, actuaría inmediatamente, y en un gesto de la más elevada bondad, lo mataría de una buena vez y lo más rápido posible.
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ATRAPADO EN UN SUEÑO
SpiritualNo hay luz al final del túnel, y para ser más exactos, no nos espera otra cosa diferente a un callejón sin salida, oscuro y terrible como el infierno en el que se consume el planeta a diario. Si alguna vez has sentido que tu fe a la humanidad flaque...