Capítulo 1: La Mujer Desafiante

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Azhay había aceptado ir a Jerusalén. Aunque no tenía intención de casarse con el rey -para qué casarse con un leproso-, le gustaba jugar con los hombres. Y con sus tierras aseguradas, podía tomarse unos meses para quedarse en Tierra Santa y enterarse de cómo iban allí las cosas... Pero siempre con precauciones. Trataba de no hacer nada estúpido.


Cuando llegó a Jerusalén, lo hizo acompañada de su guardia personal. En esta guardia, conocida como la "Corona de Espadas" por los españoles, había un centenar de hombres dispuestos a morir por ella si era necesario. La gente los observaba en las calles, pero Azhay no les hizo caso. Era normal.

Conocía los rumores sobre ella. Se decía que un ángel de ojos negros la custodiaba y la precedía ante el enemigo cuando luchaba. Se decía que sus ojos verdes podían mirar en el alma y romperla. Que tenía el poder del amor, y que lo que tocaba su piel morena no tocaba a otro. Y, lo que es más, andar por ahí con una espada y una daga, además de llevar pantalones y camisa, no era normal para una mujer. Pero a ella le eran indiferentes estas normas sin sentido.

Todo el mundo conocía la historia del Papa Alejandro III, que había querido detener a esta joven de diecinueve años que avanzaba en la conquista de Italia el año anterior, y que había sido encarcelado hasta su muerte. Se decía que no conocía la piedad. Y le gustaba lo que decían de ella. Poder, fuerza, belleza, inteligencia... pero nunca había amado a nadie. Sí, eso podía ser cierto.

La Corte Real la recibió con sorpresa. Balduino IV estaba sentado en su trono, pero ella no hizo ningún gesto de respeto, ni siquiera una reverencia. No, Azhay no era una joven que se pusiera a los pies de los demás. Tenía carácter y fuerza de voluntad, más que muchos hombres. Miró al rey, el rostro del hombre oculto por una máscara dorada. No le gustó.

—¿No me vais a enseñar por qué os llaman cara de cerdo, mi rey? Es de mala educación, incluso para un leproso, recibir a los invitados con la cara oculta.

—Señorita, he oído hablar de su misantropía. Dicen que tiene usted veneno en la boca. Pero también dicen que un ángel se mueve delante de usted.

—Delante de mí al enemigo, detrás el resto del tiempo, si no he oído mal. Dicen que es el diablo el que os persigue, mi rey. Una maldición que ennegrece vuestra sangre.

— ¿Y de qué color es su sangre, señorita? ¿Podéis decir que no es negra?

Con calma y una sonrisa sarcástica, ella cogió su daga y se cortó ligeramente la mano. Después, mostró al rey su sangre roja.

—Sí, puedo — dijo simplemente. 

El rey, mirándola fijamente, cogió su máscara y se la apartó de la cara. Mirar su rostro era doloroso, su piel estaba rota, sus ojos azules medio cerrados, parecía que la piel se le iba a caer de la cara. Ella le miró sin miedo. Ya había visto los efectos de la lepra y no estaba asustada. Se acercó a él y le dio la espalda.

—Soy Azhay Arzúa. Soy la Reina de Aragón. Se dice de mí que los sarracenos me temen. Pero os lo advierto ahora: no he venido a luchar contra los musulmanes. Al menos Saladino es atractivo —miró al rey por última vez—. Ya entiendo por qué os llaman cara de cerdo.

Salió de la habitación sin mirar atrás y, al pasar por cada esquina, dos hombres de su guardia la siguieron. Los había dejado atrás para protegerla de amenazas externas, pero ahora no los necesitaba apostados en las puertas. 

Un hombre bajo y gordo corrió detrás de ella y la joven se paró para escucharle.

—Mi señora, perdone, creíamos que se iba a mudar a un palacio, nosotros...

—No me instalaré tan cerca de un hombre enfermo de lepra. Dile a tu rey que si quiere verme, primero debe sobrevivir. No me casaré con un hombre muerto. Y él ya lo está.

—Pero, señora, usted lo vio. ¡Está vivo!

—Cuando se tiene una enfermedad así, estás muerto hasta que la superas. La gente dice que soy incapaz de amar. Se necesitaría mucho amor para vivir con una persona muerta. Lo siento, pero yo no lo tengo.

—Pero... Pero usted vino...

—Sí. Pero no por él.

Sonrió al hombre. Él estaba asustado, mirándola como si fuera a comérselo entero. Después, abandonó el palacio. No tenía miedo de la lepra. Tenía miedo del amor. 





Nota de autora:

Debo confesar que esto es muy extraño para mí. No he llegado ni a las ochocientas palabras, y normalmente no bajo de las dos mil. Pero había decidido que iba a ser una historia no muy larga con capítulos cortos. En fin, espero que os haya gustado el primer capítulo.

Una Reina Para JerusalénDonde viven las historias. Descúbrelo ahora