No me quiero enamorar

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No me quiero enamorar

A sus veintitrés años, Harry había renunciado a ser Auror, ya había tenido suficientes aventuras durante su etapa escolar para toda la vida. Además, ahora era demasiado rutinario pasarse las horas en entrenamientos y simulacros que no llevaban a ningún lado. La mayoría de los mortífagos o habían muerto, ya sea encarcelados o desaparecieron de la faz de la tierra. Así que, desde hace un año volvió a Hogwarts como profesor.

Tampoco era la gran vida divertida que podía desear. Pasarse las horas y días encerrado sin más convivencia que con sus alumnos podía considerarse aburrido para muchos, pero no para él, Harry, se sentía más en casa que nunca.

Su único desaliento tenía nombre y apellido: Severus Snape. El profesor de pociones no se mostró feliz con su llegada, le hizo saber que tendría que esperar sentado si lo que buscaba era un agradecimiento de su parte por haberle salvado la vida. Harry ni siquiera tuvo tiempo de responder que esa jamás fue intención.

— Cretino ególatra. —rumió Harry para sí mismo—. ¡Yo no volví por ti!

Y jamás volvió a intentar ni cruzar palabra con él. No se saludaban si llegaban a encontrarse en algún corredor o durante las comidas. Era como si no existieran el uno para el otro.

Solo la directora se daba cuenta de su distanciamiento. Aún se sentía culpable por haber creído a Snape un traidor e intentaba tenerle más consideraciones que con ningún otro profesor. Quería tenerlo en calma, sin sobresaltos ni disgustos, eso también había sido una recomendación del retrato de Dumbledore.

Y la presencia de Harry no ayudaba mucho. Snape no discutía con su alumno, ni para eso le dirigía la palabra. Sin embargo, cuando le era posible, abandonaba el comedor sin haber cenado, tan solo porque Harry tuvo la desfachatez de tener hambre a la misma hora en que todos cenaban.

Minerva suspiraba preocupada. Deseaba que aquello fuera diferente, pero no se atrevía a intervenir, tan solo se concretaba a hacer llegar, de inmediato, gran cantidad de viandas a las habitaciones del profesor y así pudiera cenar a gusto.

Muchas veces estuvo tentada a pedirle a Harry que bajara más tarde o que comiera en sus habitaciones, y de esa forma no mortificar al profesor de pociones, pero eso tampoco era justo para el joven profesor. Aunque, en realidad tuviera un justificante para pensar en hacerlo.

Nadie más en el colegio lo sabía. Era un secreto entre Minerva, Snape y el retrato de Dumbledore.

Después de la guerra, cuando todos creyeron que podían vivir tranquilos. Se dieron cuenta que no fue así. La marca tenebrosa tuvo en sus vasallos un efecto que quizá ni el mismo Voldemort sospechó. Su magia oscura estaba impregnada en cada mortífago, y con su muerte, se desató lo que nadie esperó jamás.

Los mortífagos que se encontraban en Azkaban empezaron a caer enfermos, uno tras otro. Nadie pudo hacer nada por ellos. Su magia se consumía de manera dolorosa hasta que finalmente fueron muriendo sin que nadie pudiera evitarlo. Los que estaban en libertad, como Lucius Malfoy, quien logró un acuerdo con el Ministerio, también sintieron los efectos, pero ellos contaban con más recursos para ayudarse. Aun así, también fueron sucumbiendo, víctimas de terribles dolores esparcidos desde la marca en su antebrazo.

La noticia se mantuvo oculta para la población mágica en general. Solo los medimagos y personal contra maldiciones del Ministerio formaron un reducido grupo intentando detener las secuelas, lamentablemente, sin éxito.

De pronto, solo un mortífago continuaba con vida: Severus Snape.

Sin embargo, también era víctima de la maldición. Sus estragos le consumían día a día, y si no lo mostraba abiertamente era por su gran capacidad de inventar pociones que le aminoraran el tormento, y a la magia del castillo que protegía a sus habitantes.

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