Prólogo

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Cobró conciencia a las cinco de la mañana. No necesitaba revisar su teléfono o dar un vistazo al despertador, estaba seguro. Su cuerpo reaccionaba puntualmente todos los días a la misma hora como un reloj bien afinado, en algunos días incluso le ganaba a la alarma. Estaba hecho a la medida de su rutina, así como su rutina estaba hecha a la medida para él. Siempre en tiempo, siempre en forma.

Aún con los párpados cerrados estiró los brazos por encima de su cabeza, haciendo crujir su columna y aquella dañada articulación en su hombro que nunca sanó por completo. Sintió los dedos de sus pies rozar con la orilla del colchón, enfriándose al escapar del poco acogedor edredón que lo cubría.

Arrugó los ojos, limpiando las esquinas con su dedo, antes de abrirlos y toparse con él ya conocido techo blanco que lo recibía cada despertar, junto a la lámpara de tifón que rara vez encendía, pues su luz era demasiado cegadora.

Solo que esta vez no había lámpara, y no había techo blanco. Era... ¿Gris?

Se enderezó como un rayo, empujando el esponjoso edredón rojo. El odiaba el rojo en decoración de interiores, y en aquella habitación extraña abundaba; en las cortinas, en la silla del escritorio, en la ropa tirada en el suelo, en las luces led que al parecer habían olvidado apagar. Entre la pésima elección de colores y el retumbar en su cabeza no supo elegir a cual culpar por las náuseas y arcadas que se avecinaban.

Llevó su mano hasta su sien, masajeando con la esperanza de reducir el punzante dolor, hasta que al ajustar sus ojos a la falta de luz (una que no fuera esa de habitación gamer que lo bañaba) reparó que el montón de ropa sobre el suelo, no era solo eso -un montón de ropa, vaya- sino un cuerpo cubierto con mantas.

Se encontraba de espaldas hacia él, en una posición fetal nada apropiada para un hombre adulto y tan grande como ese. Veía sus anchos hombros subir y bajar al compás de su respiración, junto una mata de cabellos morenos y rizos deshechos. No le reconoció, y no se quedó a averiguar si en algún momento lo haría.

Saltó fuera de la cama, tropezando con sus zapatos botados sobre un tapete de felpa que rápido tomó. Aún llevaban su ropa de la noche anterior, así como su teléfono en el bolsillo. 

La sensación familiar llegó a él.

Había bebido de más en la cena de gala de la copa Skate Canada Trophy, o tal vez no había comido lo suficiente para aguantar un par de copas de champagne. Solo Dios sabía la verdad. Recordaba patinadores riendo, todos tratando de acercarse a él, tomarse una foto con él, respirar cerca de él. Todos deseaban obtener un segundo junto al campeón varonil del momento.

Había ganado. Casi sonreía al pensar en la bonita medalla que dejó sobre su mesa de noche.

Pero la sonrisa no llegó. Estaba en maldito Canadá, y el mareo que amenazaba con tumbarlo no le permitía recordar si su vuelo salía a las nueve a.m. o las nueve p.m. El cómo había llegado del recinto de la cena a la casa del desconocido en el suelo tampoco lo recordaba.

Abrió la puerta de la habitación, saliendo sin mirar atrás, y cerrando la puerta silenciosamente a sus espaldas.

No se detuvo a admirar el resto de la casa, ni si alguien lo atrapaba huyendo en su camino de la planta alta a la puerta de entrada. Siguió su instinto. No era la primera vez que huía descalzo de la casa de un desconocido, con una resaca martirizándolo y la moral por los suelos.

Cuando por fin se encontró afuera de la vivienda, el gélido aire de la ciudad le golpeó en el rostro de lleno, repiqueteando en sus huesos. Tomó el teléfono de su bolsillo, aún de pie en el porche, y marcó el número del cual había recibido treinta y seis llamadas perdidas a lo largo de la madrugada.

Esperó un tono. Dos.

—Quiero escuchar una buena excusa, Louis.

La voz de su entrenador sonaba como siempre lo hacía. Cortante, hiriente, y rusa. 

Muy rusa.

—No la tengo —no se molestó en mentir, y tampoco en utilizar un tono más amable—, pero necesito que pases por mí, te enviaré la dirección.

Hubo tres segundos de silencio.

—¿Fue por un chico?

No le iba a mentir. No le creería incluso si lo hiciera.

—Sí.

—Bien.

Y la llamada terminó. 

Envió un texto con su ubicación y bajó las escaleras del porche, comenzando a alejarse. Al cabo de quince minutos un automóvil lo alcanzó, el conductor preguntando por el nombre de su entrenador. Él asintió y subió, emprendiendo el viaje de vuelta a su hotel.

Durante todo el camino se preguntó quién era aquel chico de la habitación roja, si se trataba de algún patinador, el conocido de uno de ellos o simplemente un aficionado que logró colarse.

Y se preguntaba si ese chico pensaría en él al despertar. 

EL PROTAGONISTA [L.S.]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora