Capítulo 1

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Siempre había querido cumplir dieciocho años. Comenzar la universidad significaba dejar atrás las insípidas asignaturas del instituto y adentrarme en las que de verdad me interesaban, las del itinerario de Bellas Artes. La elección de carrera sorprendió a mis padres, convencidos de que su única hija heredaría el despacho de abogados que mi abuelo fundó. Sin embargo, yo tenía otros planes. La parte mala de esta decisión fue la reacción de mi madre: tendría que ganarme el dinero de la matrícula durante el verano.

Así acabé en el Cortijo Los Olivos, un enclave a las afueras de Málaga. Cerca de nada. Su única residente, la vieja Catalina, era tía de mi abuela materna. Hasta hace una generación, era tradición que las mujeres de la familia le hicieran compañía durante la época estival. En teoría, la experiencia les servía para desarrollar valores como la responsabilidad, el respeto o la solidaridad.

Cuando el taxi avanzó lo suficiente por el camino de tierra, la vi. Doña Catalina, que debía rondar los doscientos años, me esperaba en la entrada. La mujer, enfundada en un sofocante vestido negro de manga larga, descargaba su exiguo peso sobre un bastón de madera con empuñadura recta. La mirada anclada en el horizonte, sin dignarse a mirar el vehículo. Cuando este se detuvo, bajé y la saludé con efusividad. Ni siquiera entonces desvió sus ojos hacia mí ¿Le estaría pasando factura la edad? Antes de averiguarlo, me apresuré a sacar mi equipaje del maletero. No llevaba gran cosa: tres tróleis.

Tan pronto terminé, el taxi se alejó.

Me aproximé a la anciana, que parecía una estatua ideada por Lorca. Pensar en todo el trabajo que podría darme una mujer en su estado me hizo replantearme mi decisión. Quizás estaba a tiempo de solicitar una plaza en ADE. Deseché esa posibilidad; no pensaba darle una satisfacción así a mamá. Sin embargo, a una parte de mí le aterrorizaba la idea de pasar el verano con una anciana dependiente.

Observé el entorno que me acogía. Desde luego, era un paraíso entre montañas. El hecho de que no se viera edificio alguno me producía una tranquilidad inusual. Era como si me encerrara voluntariamente en una cárcel de inspiración.

Saqué a relucir mi mejor sonrisa antes de volver a intentarlo y me coloqué frente a ella.

—¿Es la tía Catalina, verdad? —pregunté, ofreciéndole mi mano.

Sus penetrantes ojos negros se clavaron en los míos. Tragué saliva. Luego, sin demasiado convencimiento, volví a sonreír.

—Soy Tara, la nieta de Montse. Vengo por lo del verano, ya se lo habrá comentado mi madre.

Sin responder, la mujer se giró y echó a andar en dirección al caserón, cuya silueta se dibujaba a lo lejos. Resultó ser sorprendentemente ágil con el bastón. Agarré mis cosas como pude y corrí para alcanzarla.

—El Cortijo Los Olivos es enorme, nunca había estado en un lugar tan... pintoresco.

—El Cortijo Los Olivos es mi casa —dijo al fin—. Sé lo que pretendéis, y no pienso morirme todavía.

No supe qué contestar Por suerte, ella se adelantó:

—Vamos, que tienes que comer.

Su tono se asemejó más a un reproche que a una invitación. De hecho, comenzó a caminar a un ritmo digno de una maestra del ejercicio cardiovascular. Aquella no era la ancianita afable que había descrito mi madre ¿En qué más mentiría?

Durante buena parte del viaje, el canto de las cigarras fue el único sonido que nos acompañó. Tras cinco minutos, apenas llevábamos una tercera parte del camino. Sopesé la idea de deshacerme de algo de equipaje y recogerlo luego, me había venido arriba cargando las maletas. No obstante, no podía detenerme. Me negaba a darle motivos a Catalina para echarme de allí.

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⏰ Last updated: Jul 10 ⏰

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Las cicatrices del tiempoWhere stories live. Discover now