La brocha se deslizaba lentamente, con toques suaves, pero con la firmeza de alguien a quien el tiempo le había brindado experiencia. El color blanquecino se impregnaba en la piel, surcando sus rasgos, acentuando su encanto, borrando las imperfecciones que los años le dieron, las imperfecciones que él le dio.
Rojo.
Los labios en un carmín casi sangriento y sus ojos castaños en llamas. Su rostro de porcelana. La viva imagen de una criatura exótica, inalcanzable.
Su vestido de seda, asentado en su forma, del negro más puro. La inmensidad de su belleza.
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-Me voy a trabajar, nos vemos mañana -sus manos posándose en mi rostro, mientras sus labios dibujaban la forma de un beso carmesí en mi frente. Una mala costumbre que no iba a corregir jamás-. Acuérdate de recoger a Lys del veterinario.
-Y tú acuérdate de comer esta vez. -dije, mirándola con seriedad.
Su sonrisa de dientes perfectamente colocados, de un esmalte blanco envidiablemente natural.
Qué fácil le salía parecer feliz.
-Soy tu madre, no tu hija -rió-. Además, Frank dice que me llevará a cenar.
Debí suponer que nunca estaría lo suficientemente lejos.
-Bien, así podrá intentar comprar tu perdón, de nuevo -mi voz afilada, haciendo que su sonrisa flaqueara-. Con suerte, la próxima vez no necesitaré tres capas de maquillaje para dejar tu piel como si nada hubiese pasado.
Tal vez no debería haber sido tan dura con ella. Tal vez debería haberme limitado a contemplarla y memorizar la forma en que sus ojos me miraban con amor.
-Te amo. Lo sabes, ¿no?
-Y yo a ti, mamá.
Sus brazos me envolvieron con fuerza y su perfume de rosas me envolvió los pulmones al inspirar con profundidad.
Ojalá todo se arreglara con un abrazo.
Ojalá.
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Rosas para Ana
Non-FictionA ella le gustaban las rosas. Él le regaló un jardín. Ahora yo cuido de sus rosas.