Capítulo Once.

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“El caos no es un pozo… es una escalera”

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“El caos no es un pozo… es una escalera”.

—Petyr Baelish.           

                   
                 DESATANDO FUEGO

Cassandra

Las piernas me tiemblan, un temblor que se propaga desde el interior, y se suma al dolor que martillea en mi cabeza. El frío de la noche se cuela hasta mis huesos, pero una oleada de sudor me recorre la frente. Es un contraste insoportable, una mezcla de escalofríos y calor que me deja desorientada.

«Soy una estúpida» —repito una y otra vez.

Debí esperar. Las cosas están muy recientes. Pero una voz interior, fría y despiadada, me decía que ese maldito merecía un castigo.

El aeropuerto está casi vacío, convirtiéndose en un respiro en medio del caos que llevo dentro. Me obligo a contar, a calcular, a rezar para que no noten nada extraño en la revisión. Siento la palidez recorriéndome la cara, como un fantasma que se apodera de mi rostro.

Un leve recuerdo mío, quemando mi ropa ensangrentada cobra vida dentro de mí. Puedo sentir las llamaradas en mis pupilas.

—¡Señorita! —la voz de la agente me sacude del torbellino de mis pensamientos —Su pasaporte y su boleto, por favor.

Asiento mecánicamente y escarbo en mi mochila, suplicando para que no hayan detectado nada extraño. Tengo que llegar a mi destino, la necesidad me consume.

Esperamos unos minutos, y finalmente nos encaminan hacia la pista. Mi avión se encuentra a pocos pasos. Camino con pesadez, trasladando el peso de un pie a otro. Mi mano derecha presiona levemente mi vientre, un latigazo constante recorre mi interior.

La fila va menguando y pronto me toca pasar. Thiago me ha reservado en primera clase. Subo al avión y acomodo mi mochila en el compartimento superior.

Sentarme significa que pronto estaré en el aire, una paz fugaz me invade.

—Cassandra Marshall —la voz de la azafata me sobresalta. Estaba cerrando los ojos, a punto de tomar un leve descanso.

—Soy yo —respondo, levantando la mano con incertidumbre.

—Necesitamos que baje.

«¿Qué?»

Siento las miradas curiosas de los demás pasajeros, mientras permanezco inmóvil. Tengo que irme, no puedo bajar. No ahora.

DIEZ HORAS ANTES:

Hace un rato llegamos a Milán. Siento mis ojos rojos y el pecho me arde.

Lo sabía.

Siempre lo supe.

Siempre supe que Moisés Rossi es el ser más inhumano que ha conocido la Tierra.

Pero, aún así, le di una pizca, tan sólo una pizca de confianza. Demostrándome y confirmando que la maleza no tiene antónimos para él.

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