Como cada mañana, se despertaba agotado, con las sábanas llenas de sudor y los ojos inyectados en sangre, rodeados de un antifaz grisáceo. Grisáceo como sus grandes y lujosas sábanas.
Como cada mañana, salía de su enorme habitación y bajaba a la primera planta, donde se preparaba un amargo café y tomaba una ducha fría como preludio del día.
Como cada mañana, se dirigía al almacén detrás de su colosal mansión, cogía un rodillo y un bote de pintura amarilla, e intentaba disimular la gigantesca palabra CERDO, escrita en negro en el muro frontal de su casa. Un negro como el de la corbata que se ajustaba al cuello como una soga antes de dirigirse al ayuntamiento en su opulento Mercedes que cuidaba con obsesión.
Como cada mañana, de camino, se preguntaba quién era el imbécil que escribia lo mismo todas las noches en su fachada.
Y allí pasaba el día.
Entre papeles y llamadas, cinismos y frivolidades.
Y así, cerraba su maletín y volvía a casa orgulloso de un trabajo bien hecho.Como cada noche, se tumbaba entre sus sábanas frías y tardaba horas en dormirse, admirando el techo de su solitaria habitación, como esperando a que se le derrumbase encima.
Finalmente, encontraba el sueño.
Un sueño intranquilo, con convulsiones y jadeos, con sudores y llantos.Como cada noche, se levantaba de madrugada. Se dirigía al almacén detrás de su vacía mansión. Cogía un rodillo y un bote de pintura negro. Se dirigía a la fachada principal de la casa y escribía la palabra CERDO, con letras grandes y caligrafía agresiva.
Como cada noche volvía a cama. Y dormía tranquilo, soñando que otra vez era un niño.