Capítulo 1

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Ryan

—Bueno— murmuré para mis adentros— solo me faltan seis almas para rellenar el segundo cupo.

Me acerqué a un cementerio, allí solía haber almas para dar y tomar. Y efectivamente, en cuanto me acerqué, el contador de mi frasco se elevó hasta llegar al 4033 Alm. Tenía que llenar siete cupos de dos mil almas, uno por miembro de mi familia.

Robar almas podía verse muy mal, pero era eso lo uní que me abriría las puertas a mi familia.

Nunca mejor dicho.

También había aprendido que no era del todo necesario matar a gente para conseguir almas, solo con acercarse a un cementerio servía. Incluso valía con acercarse a algún animal y acercarle en frasco: el animal al principio parecía mareado, pero luego se le pasaba y se iba como si nada, aunque no lo había probado en personas por si acaso.

Ya sabía usar una pistola, conducir e incluso cocinar. Solo tenía 17 años humanos, pero, por suerte y desgracia, ya había aprendido a vivir sola.

En realidad, había aprendido cultivar a los cuatro, a cazar a los cinco y a cocinar a los seis. Conducir el coche me había costado un poco más, aprendí a los once. La moto, la manejaba a los trece.

Pero, aunque había aprendido varias cosas importantes, vivir entre humanos no es nada fácil, os lo aseguro.

Son demasiado raros. Les gusta pagar para ver una pantalla enorme sentados en sillas cubiertas de palomitas de otra gente y llamalo "cine" para creerse importantes. Y tienen por costumbre mirar una especie de mariposa hecha de papel a la que llaman "libro". A veces pienso que están locos, de verdad. Me enteré el otro día de que, para pasar el rato, ponen como un ruido al que llaman música y se mueven con idiotas diciendo que están "bailando".

Humanos...

Ah, y hablando de lo mal de la cabeza que están lo humanos: hace unos días estaba yo tranquilamente robando algunas almas y, de repente, un señor al que no conocía de nada, se puso gritar como un loco, señalándome.

—¡¡AAAAH!! ¡¡U-UN D-DEMONIOOOOO!!

—¿Eh?—solté yo, como una idiota. Incluso miré hacia atrás para ver si al que señalaba estaba detrás de mí. Pero no encontré a nadie. Me quedé mirando al señor un momento, con la cabeza ladeada hacia él. Entonces me dí cuenta de que yo era un demonio.

Idiota...

Decidí disimular un poco, porque por la cara del hombre, no parecía estar bien visto lo de ser un demonio.

—¿Dónde?—dije, girando la cabeza hacia los lados, haciéndome la sorprendida—Oh, no. Sin duda hay que arrestarlo, le deseo suerte en su búsqueda, querido desconocido—tras decir esto intente irme, pero no funcionó.

Qué raro...

El señor me miró como si fuera tonta pero, a la vez, aterrado.

—T-tú eres la d-demonio. Y h-hay q-que arrestarte.

—¿Yo?—seguí con mi actuación, que de momento estaba siendo poco creíble—No, no, señor, no. Me parece que se está equivocando de persona. Yo no soy el demonio al que busca.

—Y ¿qué son esas orejas? ¿Y esos colmillos? Y ¿qué hay de esas uñas?

Me miré las uñas—que era lo único de la lista que entraba en mi campo de visión—y, efectivamente, estaban demasiado largas y afiladas. Eran garras, no uñas. Para colmo, las llevaba pintadas de negro. Bueno, hora de huir.

—¡¡Mire, una distracción!!—señalé la pared blanca que había tras él como si fuera potencialmente increíble.

La técnica del siglo.

7 CandadosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora