Prólogo

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El ángel se desplomaba desamparado, las estrellas titilaban brillantes como despedida conforme se alejaba del vasto cielo nocturno.

Las cadenas enredadas en sus alas impedían que las batiera para evitar aquel fatal destino, se clavaban entre las plumas de forma dolorosa, inutilizándolas.

Y como él, otros doscientos ángeles sufrían la misma suerte.

Poco a poco dejaba de ser ángel para ser hombre. Sollozaba desesperado como un niño recién nacido, su pálida piel bautizada por la luna llena que iluminaba la eternidad que le esperaba allí abajo, en la Tierra de los humanos.

Si tan solo tiempo atrás alguien le hubiese advertido a Kokhabiel que los conocimientos prohibidos debían quedarse tal y como estaban, quizá entonces no habría bajado al jardín de la tierra y hubiese enseñado aquellos conocimientos que no habían sido compartidos con ellos desde el principio, quizá jamás la hubiera conocido.

Entre el dolor, el terror, el frío, la calidez de su sonrisa hizo que todo eso valiera la pena. Y sin dudarlo volvería a caer por ella.

Quizá la poeticidad del momento se vio mitigada porque ella era ciega y apenas podía apreciar los destellos de los cometas en el cielo.

Recitó de memoria las palabras del ángel que le había enseñado todo sobre los astros y los secretos del cosmos. Los restos de hielo y roca que atravesaban la atmósfera en ciertas fechas e iluminaban fugazmente el cielo.

Salvo que aquello que caía no eran meros trazos de rocas heladas, sino unos seres castigados por una fuerza superior a ella.

Los destellos dorados poco a poco cobraron fulgor, su visión se volvió nítida y, finalmente, pudo contemplar la última estela de luz caer en el suelo bajo sus pies.

CONSTELADO ©claimclamsDonde viven las historias. Descúbrelo ahora