La noche era un infierno en la tierra, pintada con los colores de la ira de Chuuya. Yokohama se estremecía bajo la presión de su dolor, cada edificio derrumbado un grito ahogado por la pérdida de Dazai. El vacío que la muerte de Dazai había dejado era un abismo que amenazaba con consumirlo todo.
Arahabaki, el dios que lo habitaba, cantaba una canción de destrucción en su mente. Ya no había espacio para el estratega frío y calculador, ni para el compañero de Dazai. Solo quedaba la bestia, un ser de puro dolor y furia, decidido a reducir el mundo a cenizas.
A través de la tormenta de fuego y escombros, una figura se abría paso. Atsushi, envuelto en la energía salvaje de la Bestia, avanzaba con dificultad. Sus ojos, llenos de una tristeza profunda, buscaban a Chuuya en el centro del infierno.
–¡Chuuya!– La voz de Atsushi cargada de desesperación –¡Dazai no hubiera querido esto! ¡Tienes que detenerte!–
El nombre de Dazai cayó como una brasa en la hoguera de la furia de Chuuya. Giró su rostro demacrado hacia Atsushi, sus ojos brillaban con una furia inhumana.
–¡Cállate, mocoso!– El rugido de Chuuya desgarró la noche –¡Dazai está muerto! ¡Sus deseos ya no significan nada!–
Un torrente de energía oscura salió disparado hacia Atsushi, pero la Bestia reaccionó con la velocidad de un rayo. Esquivó el ataque por milímetros, el calor del poder de Chuuya le quemó la piel.
–¡Te equivocas!– gritó Atsushi, su voz llena de una convicción desesperada –¡Dazai te dejó algo! ¡Él te amaba, Chuuya! ¡Nunca te dejaría solo en esto!–
Las palabras de Atsushi penetraron la bruma de furia de Chuuya como un rayo. Su cuerpo se sacudió, su furia por un momento vaciló. La mención del amor de Dazai era una daga en su corazón, un recordatorio brutal de todo lo que había perdido.
–¿Qué... qué estás diciendo?– gruñó Chuuya, su voz áspera y llena de incredulidad.
–Él te dejó una carta– insistió Atsushi, aprovechando la mínima vacilación en la furia de Chuuya –Me pidió que te la entregara si algo le sucedía. Dijo que era importante... que tú tenías que saberlo–
Con un movimiento rápido, Atsushi sacó un sobre chamuscado de su abrigo. La carta, milagrosamente intacta a pesar del infierno que los rodeaba, era la prueba de que Dazai aún lo acompañaba, incluso en la muerte.
–Él no quería que te rindas– dijo Atsushi, tendiéndole la carta –Él creía en ti, Chuuya. Siempre lo hizo–
Chuuya se detuvo en seco, el torrente de energía oscura que lo rodeaba estaba a punto de extinguirse. Sus ojos, normalmente tan intensos y desafiantes, se posaron en Atsushi con una mezcla de furia y desconcierto. La mención de una carta, un último mensaje de Dazai, era un gancho que se clavaba en la maraña de dolor y rabia que lo consumía.
–¿Una carta?– la palabra salió de sus labios como un gruñido áspero, llena de incredulidad –¿De qué demonios estás hablando, mocoso?–
Atsushi se mantuvo firme a pesar del miedo que le recorría la espina dorsal
–Es verdad– dijo con voz firme
El silencio cayó sobre ellos, pesado y denso como el humo que llenaba el aire. Chuuya extendió una mano temblorosa, sus dedos rozando el borde del sobre. La voz de Dazai, burlona y cálida al mismo tiempo, resonó en su cabeza, trayendo consigo un torbellino de recuerdos: peleas, risas, la extraña y única camaradería que habían forjado a lo largo de los años.
–Dazai… maldito bastardo…– murmuró Chuuya, su voz ahogada por la emoción. Una lágrima solitaria escapó de sus ojos, dejando un rastro brillante en su piel sucia y manchada de hollín.
