CAPÍTULO 1 El alma se arrastra lejos

5 3 0
                                    

De la vida, una exigencia insondable me fue dada,
aún despierto con pesadillas, como necia desdichada.

Canciones de Erika

La joven pastora, de nombre Erika, se encontraba en lo alto de una colina, observando con ternura el amanecer. El sol apenas comenzaba a asomar en el horizonte, pintando el cielo con tonos dorados mientras el rebaño de ovejas balaba con suavidad. Desde la elevación, la joven podía vislumbrar su aldea, un conjunto de casas humildes de techos de paja que se cobijaban al amparo protector de la montaña.

—Pronto regresará mi caballero —susurró con una sonrisa acariciándose la tripa bajo el manto de lana que llevaba puesto, como si quisiera compartir su felicidad con la nueva vida que crecía en su interior.

El viento acariciaba su rostro y enredaba sus cabellos rubios, como un susurro de ánimo enviado por la naturaleza. Al cerrarlos ojos, evocadora, se dejó embriagar por el aroma de la tierra húmeda y las flores silvestres. Imaginó a su amado, esbelto y erguido, cabalgando hacia ella mientras el sol iluminaba su rostro feliz. Ansiaba volver a sentirse querida entre sus brazos y, sobre todo, darle la nueva buena de su estado.

El canto de los pájaros acompañaba sus pensamientos, alentando su momento de alegría. Se aclaró la garganta y entonó una canción de composición propia.

Reina la fantasía
hasta que irrumpe un nuevo amanecer
desprecié la apatía
de un destino sin tejer,
pero ahora sueño con verte.


Con una sonrisa, volvió a caminar para guiar al rebaño hacia los fértiles prados que le aguardaban al otro lado de la colina.

Cuando las ovejas empezaron a pastar, Erika se sentó en una roca. Con la mirada fija en un ovino, se alegró de las posibilidades que ofrece la vida. Atrás había quedado la sombra de su existencia. Hasta hacía casi dos años, sus paseos con las ovejas la llevaban a un bucle enfermizo. Siempre pensaba en sus padres, a los cuales no recordaba, pero sabía que la habían abandonado en esa aldea a los cinco años. Nadie los sustituyó. Fue criada por todos los aldeanos, sin cariño, por simple lástima hacia una niña dejada a la entrada del pueblo por dos hombres encapuchados. Pese a ello, Erika carecía de rencores hacia nadie. Por el contrario, le ilusionaba imaginar que sus padres fueron obligados por crueles circunstancias y que un buen día regresarían a por ella. ¿Se puede extrañar tanto a las sombras de unas personas que no conocemos? Ella lo hacía para seguir adelante. Para que sus lágrimas nocturnas tuvieran un significado ante su espera paciente en un lugar decadente, olvidado y repleto de ancianos profundamente religiosos.

La costumbre de fantasear para enfrentar la soledad y el dolor la mantuvo a flote durante años. Hasta que, un día, el destino dispuso el encuentro con el caballero del que se enamoró.

Sebastián, un joven y apuesto caballero, visitaba con regularidad la posta próxima al pueblo. Durante el último año y medio, había forjado un fuerte vínculo con la pastora. La solía acompañar al alba en sus paseos con el rebaño y la deleitaba con historias de tierras lejanas y aventuras caballerescas. Siempre se reunían a escondidas de los aldeanos, pues en una comunidad tan pequeña, los murmullos maliciosos no tardarían en complicarle las cosas. No obstante, el amor surgió entre ellos con una fuerza indomable, como un río que disfruta de su crecida.

La declaración de amor tuvo lugar en un día frío de invierno.

El sol estaba en su cenit y la luz se filtraba en el bosque a través de los árboles. Erika había sido citada por el caballero en un claro por el que transcurría un riachuelo. Caminaba por el sendero nevado; la respiración se condensaba en el aire frío y sus mejillas se coloreaban rojizas por el viento. Al llegar al lugar indicado, tuvo que esperar un rato. De pronto, escuchó unos pasos cercanos y, al levantar la vista, divisó a su amado. Vestía una gruesa capa de lana pesada. En sus ojos había una mezcla de alegría y temor. La pastora tuvo la certeza de que su encuentro iba a ser algo especial. Los dos se abrazaron con ternura.

—Erika, debo partir esta misma noche —dijo él—. Pero, antes, quiero hacerte una promesa, hacerte saber que mis sentimientos hacia ti son del todo sinceros.

Sebastián extrajo de su bolsa un pequeño anillo de oro, sencillo pero elegante en su diseño.

—Este anillo es mi promesa de que en verano te desposaré —aseguró el caballero colocando el anillo en el dedo de ella, quien lo miró con asombro y emoción—. Mi corazón es tuyo, y pronto, en mi tierra, te haré mi señora.

Las lágrimas de felicidad llenaron los ojos esmeraldas de la muchacha. No pudo evitar la tentación y buscó sellar la promesa en los labios de Sebastián. Se besaron con pasión.

—Apenas acaba de iniciar el invierno. ¿No volveré a verte hasta el verano? —preguntó ella con tristeza. 

La Divinidad PerdidaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora