El comienzo... o el final

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Moscú (Rusia) 17años atrás
- 30°C. ¡Vaya temperatura!, sería capaz de congelar a quien decidiera salir sin protección, menos mal que estaba bien abrigada. Llevaba unos gruesos pantalones blancos, guantes y medias de lana (dos pares de cada uno y aún así parecía insuficiente) y unas pequeñas boticas color rosa pálido en cuya parte superior, en donde se introducía el pie, se reflejaban numerosos pompones blancos que cubrían las pantorrillas; en la parte de arriba traía un sweeter fino, sobre ese tenía otro sweeter, de una tela más gorda que conservaba el calor de mi cuerpo con mayor facilidad y por último un gran abrigo del mismo color de las botas, estaba hecho de algún material hermético que desconozco y en sus puños y cuello también se encontraban unos pompones blancos pero estos eran un poco más grandes. Antes de salir me puse mi gorro y bufanda de lana negros. En el exterior de casa mamá y papá habían prendido una pequeña fogata que ayudaría a mantenernos más calientes y no helarnos en un intento desesperado de ir a ver el hermoso paisaje casi unicolor que se encontraba por todo el país. Dominaba con supremacía y elegancia el color blanco, el cielo no estaba despejado sino casi totalmente cubierto de nubes del mismo color que la nieve, lo cual otorgaba una gran uniformidad de colores a los alrededores. En los altos pinos que rodeaban todo el lugar se resguardaban los pequeños (y no tan pequeños en ocaciones) animales que no tenían refugio o que habían salido en busca de alimento para ellos y su familia y necesitaban un descanso; cada vez que producían un ligero movimiento, o el aire soplaba con un poco de intensidad, la escarcha blanca que cubría estos árboles caía como si se estuviese rociando azúcar impalpable en un postre, armónica y delicadamente; observar cómo esto sucedía era relajante, esa fue la principal razón por la que decidí salir de casa.

El sol parecía tímido aquella mañana, se ocultaba detrás de sus fieles amigas llamadas nubes, se escondía como perro golpeado cuando aparecía su verdugo con (en el menos severo de los casos) un nuevo periódico enrollado con el que lo sometería hasta dejarle en claro la molestia que le causaban "sus malos actos". Sus hermosos rayos de luz, tan necesarios para la vida en el planeta, se veían escasos y lejanos; en ese momento surgió una de las millones de preguntas que día a día me atormentaban si no les daba una solución inmediata. Me pregunté por qué el señor sol sería tan egoísta de reservarse su calor y no compartirlo con los habitantes de la tierra como hacía casi todo el tiempo.

Mientras analizaba y buscaba una respuesta pude visualizar un movimiento rápido por el rabillo del ojo, era mi hermano Alex. Alto, la piel tan pálida como la nieve, el cabello negro azabache y esos ojos verdes que sin duda daban a conocer que estábamos relacionados consanguíneamente. Yo tenía cinco y Alex siete, a pesar de eso nos tratábamos como si tuviésemos la misma edad y tampoco cumplíamos con aquel paradigma de que los más pequeños eran "los favoritos de papá y mamá". Padre y madre nos querían por igual, nos daban su amor desmedido y puro, sin el más mínimo de maldad e interés, tan genuino como la sonrisa de un bebé, porque así son los padres. Mamá era una mujer de estatura promedio, poseía una espesa cabellera negra y piel pálida como la de Alex, él, sin duda alguna, había heredado sus rasgos. Esos ojos marrón oscuro que tenía mamá eran la perdición de padre, y no lo culpo, es que podías perderte en sus profundidades si la observabas por prolongado tiempo. Elizabeth, tenía una mirada tan dulce y apaciguadora que con el solo hecho de mirarla te sentías seguro, amado y cuidado. Y luego estábamos yo y papá, tan idénticos y a la vez distintos como el agua en estado líquido y sólido. James era alto, muy alto, al rededor de metro noventa, su piel era blanca pero no como la de mamá y Alex, la de él, y la mía por supuesto, tenían un tono un poco rosáceo que con el frío afincaba su tonalidad intensamente en la zona de los cachetes y la nariz. Una cabellera abundante y rubia le colgaba hasta hallar fin en su cuello; siempre jugaba a trenzarla y hacerle diferentes peinados pero se acababan deshaciendo en un abrir y cerrar de ojos, al ser tan lacea y sedosa era casi imposible mantenerla firme en un solo lugar, al fin de cuentas terminaba desparramándose en todas las direcciones. Soñaba con tener su cabello, porque a pesar de que el mío era rubio, no era lacio, sino encrespado, de las puntas a la raíz, parecía un gran resorte; nunca sentí total conformidad con la melena que tenía a mitad des espalda, me encantaba su color, pero era muy difícil lidiar con la textura esponjosa y tan enredada que tenía siempre, por lo que pasaba largos minutos peinándome y esparciéndole productos de cuidado capilar. Alex, padre, y yo, poseemos los ojos distintivos de la familia Dofershk, aquel verde tan difícil de encontrar, era un verde esmeralda que resultaba tan cautivador y bello como el de la piedra preciosa.

Cuando lleguemos a conocernosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora