William Douglas pasó a los aposentos de su señora tras dar unos toques en la puerta de madera recia y sin ornamentos tallados. Ella, despierta, pero todavía descansando cubierta por una manta en su enorme cama con dosel, le dio los buenos días y se desperezó con coquetería.
Detrás de él, una sirvienta portaba una bandeja con el desayuno. La dejó sobre una mesa y, pidiendo disculpas a ambos, abandonaba la habitación y cerraba la puerta al salir.
-¡Qué mujer más gandula me mandó el Señor! -bromeó besándola en la boca con ternura-. ¿Dormiste algo?
-Más o menos. No encuentro la postura. Es lo que toca.
Los Laird Douglas eran un matrimonio feliz y bien avenido de las tierras bajas. Apalabrado en la niñez por sus respectivas familias, de acuerdo con intereses económicos y sociales, tuvieron suerte. William y Marjorie disfrutaban de su enlace. Así eran las cosas, tanto en Escocia como en el resto de los territorios; los linajes se reforzaban estrechando lazos a partir de la unión ante Dios y la bendición de una descendencia que aunara y multiplicase el poder de unos pocos.
Desayunaban en la intimidad de sus aposentos varias veces por semana para mantenerse al día en las cuestiones domesticas. En esa ocasión, tenían motivos de sobras que plantearse el uno al otro.
Desde la vuelta de su estancia en Londres, Aulay se mostraba diferente, lo cual incomodaba al Laird y su esposa. Algo en él que no encajaba. Un aire melancólico y espiritual que incluso les había llevado a pensar si la carrera religiosa no sería la salida más adecuada al muchacho, cuarto hijo varón de la pareja.
Habían enviado a la corte inglesa al joven meses atrás. Querían que ganase seguridad en sí mismo y valentía, pues era un chiquillo menudo para su edad y aspecto asustadizo que no encontraba en el manejo de las armas el ímpetu que se esperaba de un caballero escocés.
Había vuelto más adulto y educado, aunque con una mirada más desafiadora, y eso era algo que, como padre y Laird del Clan Douglas, no podía permitir. Sobre todo, su arrogancia al hablar de temas que no le incumbían y el amaneramiento de algunos gestos.
-Es diferente a nuestros otros hijos. Necesita más tiempo.
-¿Más? Le he concedido mucho. Es insolente.
-Debes tener paciencia con él.
-Algo extraño le pasa a nuestro hijo. Yo a su edad ya flirteaba con alguna que otra campesina. Y desde luego, no era virgen. ¡Diantres! William y Wallace eran algo menores y ya se escapaban del castillo para frecuentar los burdeles.
-No creo que debas hablar a tu esposa de esos temas, querido. Más a sabiendas de que en aquella época ya estábamos comprometidos.
-Es la preocupación lo que me lleva a ello, espero que sepas perdonarme. No me reconozco en este hijo nuestro. No lo comprendo. Lo siento lejano y por mucho que me esfuerce para acercarme, no consigo entrar en su extraño corazón.
Pasaron unos minutos desayunando en silencio, hasta que Lady Douglas reemprendió la conversación.
-En realidad, no es el único de nuestros hijos que me preocupa, William.
-Cierto. Bastante tienes con Kenna, mi Señora. La muchacha es terca como una mula.
-Tú lo has dicho, mi Laird. Y testaruda. Y desgarbada. No anda con la espalda recta, se salta las clases de costura y vuelve locos a los chicos del pueblo. La mitad de las veces, ni la reconozco debajo del barro que la cubre de pies a cabeza.
-Es una Douglas. Mi hermana Ludmila era igual. Era como una ardilla, siempre saltando de un lado a otro. Y tiene sus mismos ojos curiosos.
-Y lo peor de todo es que a ti te enorgullece, mi Señor. Tu hermana cayó a los siete años de un árbol y se desnucó, Dios la tenga en su gloria. Pronto será el momento de buscarle un prometido y a ver con qué cara la presento a los clanes con descendientes que podrían encajar con ella.
-Tiene buen fondo y un corazón enorme. Si no ven eso, no merecen a mi hija. Aunque si consigues enderezarla y hacer de ella una dama, será más fácil.
-Pues ese es el problema, que no veo cómo. Llevamos ya tres institutrices este año, todas se han marchado por no lograr entenderse con la niña.
-Querida, los redaños que le faltan a Aulay, le sobran a Kenna.
-Pues tampoco le iría mal algo de la dulzura de su hermano.
Los esposos dieron por finalizada la conversación y Lady hizo sonar la campanilla que indicaba a los sirvientes que podían pasar a recoger las sobras.
Ser padres de una inmensa prole como la de los Douglas precisaba de una dedicación especial. Su numerosa familia lo merecía. Lady Marjorie se retorció de dolor en el lecho, movimiento que no pasó desapercibido en su marido. Se acercó amoroso y le besó la frente.
-Todavía no es la hora, vida mía.
-No, aún es pronto. Este pastelito aún debe permanecer algo más en el horno.
El Laird pasó la mano por el abultado vientre de su esposa y sintió la patada del hijo nonato.
-¡Esta ha sido muy fuerte para algo tan pequeño!
-será hombre y un gran guerrero. Ya practica la lucha y aún ni ha nacido.
-Eres una mujer excelente, has llenado mi casa de hijos y aún te queda energía para obsequiarme con otro vástago. ¡Quién lo iba a decir cuando nuestros padres nos prometieron y te vi en aquella cena! Una niña inglesa escuchimizada con cara de miedo. Con esa apariencia frágil nadie te habría considerado capaz de parir ni un solo hijo.
-Tenía nueve años cuando nos prometieron, querido. Ni tan siquiera era mujer por aquel entonces. Y me dabas miedo, tan apuesto y alto para tu edad.
-Odié a mi padre los dos primeros años, mujer. Si alguien me llega a contar lo mucho que te amaría, no lo habría creído.
ESTÁS LEYENDO
El oscuro secreto de las hermanas Douglas
Исторические романыCamino hacia las Highlands pueden pasar mil cosas. Una aventura inesperada, un cambio de papeles controvertido y un invierno que llega antes de lo esperado.