El ortoedro de tres metros de alto, tres de anchura y unos seis de profundidad era lo que la doctora Andrea conocía como: su consultorio.
El olor, no solo de la habitación sino de todo centro de salud, era una combinación entre antiséptico, café, sudor y humedad. La doctora estaba terminando de revisar la garganta de su paciente, la paleta estaba en su boca y ella podía apreciar perfectamente la amígdalas rojas e inflamadas. El paciente, aunque incómodo, se sentía aliviado de tener a la doctora cerca; olía bastante bien. Olía específicamente a una de esas lociones que venden con los perfumes de marca, bastante dulce para algunos, no tanto para otros. Ella era de estos últimos, le encantaban los olores dulces, de la misma manera que prefería los sabores dulces motivo por el que su café, que estaba en su escritorio (ya un poco frío), tenía tres cucharadas de azúcar además de leche de almendras.
– Muy bien, vamos a dejar un antiinflamatorio y un analgésico y será más que suficiente. ¿Algún otro síntoma además del dolor de garganta y dolor al tragar? – dijo mientras retiraba cuidadosa y ágilmente la paleta de la boca del enfermo. – Fiebre, ¿tal vez? –
– No, doctora. – se aclaró la garganta. – Solo el dolor. –
La doctora tomó asiento, no sin antes levantarse la bata para no sentarse en ella, descubriendo un poco de aquella figura que le había costado las miradas de los morbosos del pueblo. Sí, tenía un cuerpo atlético gracias a sus ejercicios matutinos y a que sale a correr todas las noches, además de unos ojos color miel y un cabello lacio, largo y castaño. Algunos piensan que es la persona más hermosa del pueblo, otros saben que lo es y unos pocos son conscientes de que su belleza es antinatural digna de brujería. Pero esto no le importaba a la doctora Andrea. Ella solo quería vivir en paz y hacer su trabajo lo mejor posible en lo que se preparaba para el examen de residencias médicas que se estaba aproximando. No tenía tiempo para los halagos, mucho menos para parejas, aunque debe admitir que en más de una ocasión ha caído en las tentaciones carnales con amantes de una noche, pero esto no es algo que le quite el sueño, aunque sí intentaba mantenerlo en secreto. Tener una reputación de libertina en un pueblo tan pequeño con pueblerinos que aún creen en cosas como brujería y maldiciones solo le traería malas experiencias. Por eso mantiene un perfil bajo y solo sale a tomar con sus amigos de la ciudad cuando el trabajo le permite ir hasta allá.
Terminó de escribir la receta, la firmó y la arrancó.
– Tome, ambos medicamentos son cada ocho horas por siete días. – le pasó la receta después de leerle los nombres en voz alta. – Si no tiene dudas, por mi parte sería todo, si por algún motivo no mejora en tres días o comienza con fiebre venga de regreso para reevaluarlo, ¿sí? –
– Sí, doctora, muchas gracias. –
El paciente se levantó de su asiento mientras la doctora pensaba que así deberían ser todos los pacientes: atentos, obedientes y tranquilos. Además, la llamó "doctora" todo el tiempo y eso era algo que no podía decir de todos sus pacientes. A diferencia de su contraparte masculina, los doctores, siempre eran llamados así "doctores", mientras que en el caso de ella siempre podía esperar cualquier cosa como "señorita", "muchacha", "niña" (este último la hacía perder un poco los estribos) o incluso le llegan a cambiar la carrera llamándola "enfermera". El machismo que corroe este país no permite que entre tan fácilmente en sus mentes que las mujeres también pueden ser doctoras, pero esa es una conversación para otro momento.
– ¿Le puedes decir al siguiente que entre? Por favor. – antes de que el paciente pudiera decir algo, una señora asomó la cabeza por la puerta.
– Señorita. – "una pendeja, excelente." Pensó casi por instinto. – ¿se va a tardar mucho? Llevo una hora esperando consulta. –
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Las Cruces
HorrorUn joven músico decide ir a un pueblo para componer su nuevo álbum, pero sus planes se ven interrumpidos por una serie de eventos que te dejaran la sangre helada.