Era finales de octubre, un mes cargado de expectativas y emociones a flor de piel. Estaba a punto de terminar mi etapa escolar, un capítulo que, aunque deseado, me llenaba de una mezcla de entusiasmo y nostalgia. Me emocionaba pensar en el siguiente paso: la universidad. Anhelaba la libertad de perseguir mis sueños, de estudiar aquello que verdaderamente me apasionaba, pero no podía ignorar el sentimiento de pérdida que comenzaba a envolverme al pensar en el cierre de esta etapa.En esos días, los momentos de ocio, de charlas interminables con mis amigas y amigos en los pasillos del colegio, parecían estar contados. Cada recreo, cada tarde de risas en el patio, sentía que se desvanecía más rápido de lo normal. ¿Cómo iba a ser mi vida sin esos instantes de desconexión, sin la familiaridad de esos rostros que, día tras día, se habían convertido en una parte esencial de mi rutina?
Un día en particular, durante una clase de historia, mis pensamientos comenzaron a divagar. Era una de esas clases largas, interminables, y para colmo, en la tarde. La fatiga me embargaba, y la mezcla de sueño y agotamiento me hacía difícil concentrarme. Historia, para mí, siempre había sido una asignatura pesada, una especie de prueba de resistencia que solo deseaba terminar. Mientras el profesor hablaba de algún acontecimiento pasado que parecía tan distante como irrelevante para mi vida, me perdí en mi propio mundo.
Pensaba en los pocos días que me quedaban antes de graduarme, exactamente ocho. Ocho días para despedirme de todo aquello que había formado mi vida durante tantos años: los exámenes, las risas, los dramas adolescentes, las amistades que habían pasado por su propia montaña rusa de emociones. Pero también sentía una presión creciente. Me esperaba una prueba crucial, un examen que determinaría mi futuro, mi entrada a la universidad, y el camino hacia la profesión que siempre había soñado. Esa responsabilidad me agobiaba, me llenaba de ansiedad. Sabía que lo que estaba en juego era más grande que simplemente un resultado en un papel. Era el comienzo de una nueva etapa, una que había anhelado pero que, al mismo tiempo, me aterraba.
Los días parecían desvanecerse como arena entre los dedos. Cada minuto que pasaba me acercaba más al final de esta etapa. Por un lado, quería que llegara rápido, escapar de la rutina escolar y comenzar a explorar nuevas posibilidades. Pero por otro, temía que, al cruzar esa línea, algo dentro de mí cambiara para siempre.
Sabía que era inevitable, que los cambios vendrían y que, de algún modo, me transformarían. Al fin y al cabo, no se puede crecer sin dejar algo atrás, sin cerrar puertas para abrir otras. Sin embargo, ese miedo persistía, como si una parte de mí no estuviera lista para soltar del todo.
Durante esos últimos días en el colegio, comencé a observar todo con una nueva claridad. Cada rincón del lugar que había sido mi refugio, mi campo de batalla, mi espacio de crecimiento, ahora parecía contener una importancia que antes no había notado. Las aulas, antes simples espacios de aprendizaje, ahora guardaban ecos de risas, frustraciones, y de pequeñas victorias que habían moldeado quién era. Los pasillos se sentían como corredores de recuerdos: cada esquina, cada pupitre, tenía una historia que contar.
En esos momentos de contemplación, me di cuenta de algo importante: lo que más temía perder no era tanto el lugar en sí, sino las personas. Mis amigos, aquellos que habían estado a mi lado en las buenas y en las malas, eran el ancla que me mantenía conectada a ese pasado que pronto dejaría atrás. La idea de separarnos, de seguir caminos distintos, me causaba un nudo en el estómago. Las promesas de mantenernos en contacto y de vernos pronto se sentían sinceras en el momento, pero sabía, en el fondo, que la vida tenía su propia manera de alejarnos, de hacernos seguir adelante, por mucho que quisiéramos aferrarnos al pasado.
Entonces, una tarde, mientras caminaba sola por los pasillos vacíos después de clases, me detuve en el lugar donde tantas veces me había sentado a hablar con mis amigos. Era una banca de madera, un poco desgastada por el tiempo y el uso, pero llena de significado para mí. Me senté allí una vez más, permitiéndome sentir la tristeza que había intentado reprimir durante las últimas semanas. Las lágrimas comenzaron a caer, no por miedo al futuro, sino por la tristeza de dejar atrás algo que nunca volvería a ser igual. Sabía que, aunque esos momentos quedarían para siempre en mi memoria, el tiempo no se detendría. Y quizá, eso estaba bien.
Al secarme las lágrimas, una sensación diferente me invadió. Me di cuenta de que no estaba perdiendo nada realmente. Las amistades que había formado, las lecciones que había aprendido, y los momentos que había vivido, todos ellos me acompañarían en la próxima etapa de mi vida. Eran parte de mí, de quien era y de quien sería. Y aunque no podía controlar lo que vendría, podía elegir cómo lo afrontaría.
Me levanté de la banca con una nueva determinación. Sabía que los días de colegio estaban contados, pero en lugar de ver eso como un final triste, comencé a verlo como el cierre de un capítulo, uno lleno de buenos recuerdos, pero también de dificultades que me habían hecho más fuerte. La universidad, la prueba importante que estaba por venir, ya no me parecían montañas insuperables. Eran, simplemente, nuevos desafíos que enfrentaría con el mismo coraje con el que había superado todo lo demás hasta ese momento.
Al caminar hacia la salida, me prometí algo: no dejaría que el miedo al cambio me paralizara. Aceptaría la incertidumbre con los brazos abiertos, confiando en que, pase lo que pase, encontraría mi camino. El fin de una etapa no era más que el principio de otra, y aunque ese "algo dentro de mí" ciertamente cambiaría para siempre, sabía que era parte de crecer, de transformarme en la persona que estaba destinada a ser.
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Caminos Cruzados, destinos separados
General FictionValeria está a punto de cerrar una de las etapas más importantes de su vida: el colegio. Entre la nostalgia de los últimos días con sus amigos y la ansiedad por el futuro, está decidida a enfrentar con valentía su primer año en la universidad. Para...