Caminé por la casa cerrando todas las puertas y ventanas para eliminar la horrible luz del día. Me acosté en la cama y cerré mis ojos para descansar, cuando el perro comenzó a ladrar desde la puerta de la habitación. Giré mi cuerpo hacia la pared e intenté dormir y olvidar el ruido. Pero el perro no se detuvo y prosiguió ladrando durante un largo rato hasta que perdí el juicio.
Me levanté de la cama muy frustrado y cerré la puerta. Esto solo provocó que el perro ladrara aún más y ahora se pusiera a rasguñar la puerta; el ruido era insoportable y abrí la puerta para detener al perro. —¿Qué sucede?— El perro se lanzó y me mordió el brazo. Sin la más mínima gota de paciencia, agarré mi brazo con el animal incrustado y lo aventé de tal modo que lo estrellé contra la puerta para que se soltara. El perro resistió, sosteniendo su mandíbula en mi brazo. Max ya no tocaba el suelo de lo alto que soy, y aproveché esto para agitar el brazo sangrante e intentar lanzarlo lejos. Sorprendentemente, el perro hallaba la manera de sujetarse a mi piel y hueso.
Las nubes se esparcieron y todo el cielo quedó despejado; las estrellas tomaron posición en el cielo y brillaron con tanta fuerza que, aun cerrando los ojos, lograba verlas. El agua aumentó rápidamente y me cubrió en un segundo de pies a cabeza.
El perro cayó en una esquina de la habitación y se levantó lentamente, pero se recuperó con rapidez. Volvió hacia mí, y al momento de lanzarse para morderme el pecho, yo le aventé un puño tan fuerte que logré escuchar cómo su mandíbula tronó.
Ya con el perro quieto en el suelo, bajé a la cocina para tomar un vaso de agua. Sin saber cómo, el perro se volvió a parar y bajó hasta la cocina para volver a atacarme. Ante la velocidad de los hechos, agarré un cuchillo que se hallaba en el mesón y me giré con rapidez, de tal modo que terminé apuñalando el pecho del animal. El perro cayó y empezó a derramar sangre a montones; las baldosas se cubrieron rápidamente y entonces ahí tomé una decisión...