Parte 1

16 2 0
                                    


—Tiene que estar bromeando.

Francisco no podía creer lo que estaba pasando. Por un momento llegó a pensar que seguía dormido, un extraño sueño donde su hermana mayor lo levantaba a tirones de la cama para arrojarlo frente a un gran grupo de hombres, pero ya se había pellizcado lo suficiente como para entender que era real.

Francamente, por la desesperación con que Catalina solía abordar el asunto de su matrimonio -o mejor dicho, la falta de este- debió esperarse algo así por parte de la reina.

—Es por tu bien y el del pueblo, Francisco. Todo el reino está en vigilia ahora mismo temiendo por ti. Así que hazles un favor a tus súbditos y elige un esposo. —respondió su hermana, más una súplica que una orden, señalando nuevamente al grupo de hombres.

Era una buena selección de sus generales, comandantes y un par de eruditos los que se inclinaban respetuosamente ante ellos. A pesar de la prisa que traía, Catalina parecía haberse tomado el tiempo de escoger los mejores ejemplares entre los voluntarios que se presentaron para convertirse en su marido. Tal vez en otras circunstancias se hubiese inclinado un poco a complacerla, pero no era el caso en ese momento.

—Se te olvida que estoy comprometido. —Tuvo que recordarle Francisco a su hermana.

—Con un hombre que ni siquiera pudo enviar una confirmación de si vendría o no. —devolvió Catalina, suspirando frustrada con su obstinación—. El alba está a unas horas, Fran, no estoy dispuesta a arriesgarme por la débil esperanza de que ocurra un milagro y el príncipe llegue a tiempo.

—Sé que tú no, pero yo debo confiar en que lo hará y honrar mi promesa. Miguel llegará. —declaró con toda la confianza de la que fue capaz.

"Tiene que llegar", era lo que se había estado repitiendo toda la semana, pero no podía negar que también comenzaba a inquietarse. Era cierto que el otro no respondió con claridad a ninguna de sus cartas, esas en las que le recordaba las preocupaciones sobre las fábulas familiares y solicitaba su presencia en palacio para disipar los temores de sus hermanas y del reino; pero Francisco sabía que si Miguel hubiese enviado una confirmación de que iría para casarse con él antes de que llegara la fatídica fecha, su padre lo hubiera detenido en el acto. No, no hubo confirmación, pero sabían que la caravana del príncipe estaba de camino a su encuentro, así que no tenía de qué preocuparse.

Miguel llegaría a tiempo.

-o-

El amanecer se elevó finalmente sobre el reino, pintando el mundo de suaves tonos dorados y avivando el murmullo inquieto del despertar de la gente.

Las primeras luces del día bañaban las colinas y campos por los que serpenteaba el camino real, pero este seguía completamente vacío. Francisco había permanecido de pie en el balcón principal desde que la pareja real y él fueron llamados al salón por los eruditos, el corazón expectante, escrutando en la oscuridad cualquier rastro de Miguel o su caravana. Pero en ese momento, mientras el sol ascendía lentamente en el cielo, la esperanza se desvanecía poco a poco y una profunda desazón se abría paso en su pecho, inundándolo de temor.

—Fran... —La voz de María a su lado lo sobresaltó. No supo en qué momento había llegado al castillo ni cuánto llevaba junto a él en el balcón, pero por lo fría que sintió su mano cuando envolvió la suya debía ser bastante—. Ya es hora.

Las palabras de su hermana lo obligaron a aceptar la realidad, ineludible para ese entonces: Miguel no llegaría a tiempo. Y él mismo se había condenado. Sea lo que sea que le sucediera de ahora en adelante, sería culpa de su ingenua obstinación.

—De acuerdo. —Con un último vistazo al camino y las colinas vacías, Francisco se apartó del balcón y siguió a María al interior del castillo.

Dentro, los eruditos no habían perdido el tiempo. Las mesas, bancas, macetas y tapices habían hecho lugar a una serie de altas antorchas alineadas alrededor de un gran círculo que los sabios acababan de dibujar en el piso. Solo los tronos donde Catalina y Fernanda se sentaban estoicas y majestuosas permanecían en su lugar. A sus pies, Francisco reconoció los baúles que los sirvientes habían empacado para su luna de miel. El recuerdo de la ausencia de su prometido lo azotó una vez más bajo los ojos acusadores y desesperados de su hermana mayor. Fernanda por su parte lo miraba compasiva, solo su cuñada podía entender lo que sentía al ver su futuro junto al hombre que amaba desaparecer en un instante.

Entre muros y silenciosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora