Los últimos rayos del sol de mayo la iluminaban, desnuda sobre su cama matrimonial. La almohada de su esposo estaba manchada con mi labial rojo, el que me puse a propósito. No quise decírselo.
Mi cuerpo ardía, reclamando un minuto más, necesitaba tanto de su abrazo que quemaba. Pero ella no cayó ante el chantaje de mis besos en su cuello. No podía quedarme, ella debía ir a buscar a su hijo a la escuela, y yo volver con mi novio antes de que notara mi ausencia.
La vida siguió, ninguna habló sobre el incendio que habíamos desatado en su habitación, volvimos a ser amigas mientras me ayudaba a abrochar el cierre de mi falda, con total complicidad. Supe que ya había terminado. Conversamos un momento, ella sentada en la cama, con el cobertor arrugado y lleno de nuestro aroma.
Finalmente, me colgué mi bolso en el hombro y caminé hacia la puerta, pero en el momento de poner mi mano sobre el pomo, ella me detuvo. Sus ojos oscuros me rogaron para que me detuviera. Lo entendí, la entendía más que a nadie. Solo yo podía sumergirme en sus aguas insondables para abrazar su alma y lamer sus heridas. Tomó mis manos entre las suyas, pequeñas y delgadas, y me atrajo un poco hacia ella. Siempre amé sus manos, lo bien que encajaban en las mías. En un parpadeo, fugaz y etérea, como un suspiro, me besó lentamente. Las cenizas de nuestro deseo ardieron por última vez, y apenas hizo ruido al separar nuestros labios.
Ella sonrío con amargura ante mi rostro incrédulo por su gesto.
"No podré besarte afuera..." susurró, escondiendo una lágrima.
El peso de sus palabras me hundió en una tormenta sin nubes, donde la luz nos encegueció, expuestas ante el ojo ajeno.
No pude volver a besarla. Nunca más.