Capítulo 1: Yo no pedí ser Guerrera Mágica

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Cuando cumplí los 35 años de edad, supe que ya nunca más volvería a Céfiro, que ya nunca más volvería a ser convocada como Guerrera del Viento.

Aún así, aunque ahora tuviera mil responsabilidades por ser una de las mejores cirujanas de Tokio, a veces me entraba una dulce nostalgia, y repasaba en mi mente la película de recuerdos de lo que habíamos vivido en aquel mundo mágico, que buena parte del corazón nos mutiló.

Pero claro que Lucy, Marina y yo no pasamos los últimos 21 años aplastadas en la cafetería de la Torre de Tokio, esperanzadas en regresar a ese mundo que no estaba a la vuelta de la esquina... vaya, que ni siquiera estaba en la misma galaxia que nosotras.

Claro que no. Fueron dos décadas vividas. Bien vividas: Dos uniones libres mías, un divorcio de Lucy y varios amantes en la vida de Marina.

Mientras abría mi refresco nocturno, el quinto de mi jornada laboral, y apagaba yo sola una improvisada velita de cumpleaños sobre un pedazo de pizza, reparé en que ya no tenía lágrimas para llorar, ni palabras para explicar porqué el destino no se había medido con nosotras...

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A decir verdad, fue Lucy la primera en darse cuenta de que ya no éramos necesarias en Céfiro. Y para aguantar el daño que nos provocaba, rogamos a nuestros padres que nos dejaran estudiar juntas en la misma preparatoria.

Tenía mi amiga Lucy unos 16 años de edad, cuando en una noche ahogada en llanto se quitó el medallón mágico regalo de Lantis, que hasta en ese entonces había sido inseparable a su cuello.

Y, al día siguiente, llegó toda misteriosa a la escuela con una pulserita en su muñeca. Nos dijo que un muchacho guapo, alumno de Saturno, se lo había regalado.

Marina y yo nos sorprendimos y hasta nos incomodamos, pues en muchas ocasiones habíamos presenciado la manera traicionera en que a la pelirroja se le salía una lagrimita cuando recordaba a su "espadachín mágico".

Desde el día de la pulsera, reparé en que sus ojos ya no estaban marchitos, y que en ellos ya no miraba el reflejo de Lantis.

En efecto, mi amiga estaba logrando decirle adiós a un recuerdo. O al menos eso pretendía...

La siguiente fue Marina, que nos sorprendió a las semanas con unos preciosos aretes Tiffany con la inicial de su nombre. De oro puro, elegantes, carísimos... Un tal Aritomo se los había regalado.

Yo me tardé un poco más. Hasta meses después reconocí, gracias a mi hermana Lourdes, que mi vecino me gustaba.

—Lo quiero de cuñado.

—Ja,ja, estás loca Lulú.

—En serio, me gusta para cuñado. Anaís, creo que tú y él harían una bonita pareja.

Guardé silencio, porque sin querer estuve a punto de decirle "no es tan guapo como lo era él".

Entonces ella me preguntaría "¿quien es él?". Y yo no podría contestarle, porque rompería en el maldito llanto que me venía hundiendo todas las noches desde que tenía 14 años.

Que difícil se me hizo olvidarlo. En serio, qué difícil. No fue sino hasta los 17 o 18 años cuando pude decirle "adiós" a su recuerdo.

Es más, todavía a estas alturas, a veces no me atrevo a mencionarlo, porque me sigue doliendo el hecho de que nunca más supe qué fue de él.

Según mi hermana las cosas que duelen o que nos dolieron, deben de hablarse en voz alta para aceptar que las superamos, así que lo haré ahora mismo...

Yo no pedí ser Guerrera MágicaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora