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“Hasta la más mínima palabra puede dolor como un apuñalada”

Todo estaba borroso. Mis ojos se negaban a enfocar, como si mi mente intentara protegerme de la realidad que tenía ante mí. La habitación, que antes había sido nuestro refugio, ahora se sentía extraña, fría. El mundo parecía reducirse a un solo punto, a un solo momento que no podía ser real.

Estaba sentada en la cama, lugar donde compartimos risas y sueños. Pero ahora, todo eso parecía tan lejano, tan irreal. Mis manos temblaban, pero no podía moverme, no podía reaccionar. Mis ojos no podían apartarse del cuerpo en el suelo. Su cuerpo.

Él estaba allí, inmóvil, como si simplemente estuviera dormido. Pero el silencio era ensordecedor, un vacío que nunca antes había sentido. Mi mente no podía aceptar lo que veía. Quería gritar, pero no tenía voz. Quería llorar, pero no había lágrimas. Todo dentro de mí estaba apagado, como si alguien hubiera desconectado mis emociones para que no me rompiera por completo.

El tiempo dejó de existir. No sabía cuánto llevaba allí, observando esa escena imposible. Los colores del mundo parecían desvanecerse, dejando todo en un tono gris y difuso. No podía recordar cómo llegamos a esto, cómo algo tan terrible podía suceder.

Quería moverme, correr hacia él, abrazarlo, sacudirlo hasta que despertara, hasta que me dijera que todo estaba bien, que esto no era real. Pero mis piernas no respondían, como si estuviera anclada a ese lugar, a ese momento. 

Era como si todo estuviera cubierto por una niebla espesa, una niebla que no me permitía ver ni sentir claramente. Y aunque sabía, en lo más profundo de mi ser, que él se había ido, mi corazón se negaba a aceptarlo, aferrándose a un destello de esperanza que se desvanecía cada vez que parpadeaba.

Todo estaba borroso, pero en algún lugar dentro de mí, sentía que pronto todo se desmoronaría, y el dolor que intentaba mantener a raya me aplastaría sin piedad.

De repente, un estruendo rompió el silencio, haciéndome saltar y arrancándome de ese estado de trance en el que estaba sumida. Mi corazón dio un vuelco y por un instante, el mundo dejó de ser borroso. Levanté la vista y vi a mi madre entrando en la habitación, moviéndose con una extraña determinación. Su rostro estaba pálido, pero no mostraba miedo, solo una especie de resignación. No dudó ni un segundo antes de sentarse frente a mí en la cama.

Mis ojos se movieron rápidamente hacia el cuerpo en el suelo, pero ella no le prestó atención, como si no existiera, como si no fuera importante. Eso me asustó más que cualquier otra cosa. ¿Cómo podía ignorarlo?

Detrás de ella, mis tías entraron en la habitación, sus rostros eran una mezcla de horror y desconcierto. Se quedaron de pie en la puerta, sin saber qué hacer, sin poder apartar la mirada del cuerpo. Vi cómo sus labios se movían, cómo sus manos temblaban, pero no podía escuchar nada. Sus voces llegaban a mis oídos como un eco lejano, un murmullo imposible de descifrar.

Era como si estuviera atrapada en una burbuja, aislada del mundo que me rodeaba. Sus rostros, sus gestos, todo parecía distorsionado, como si estuviera viendo a través de un cristal empañado. Mi madre seguía hablando, moviendo sus manos como si intentara explicarme algo, pero sus palabras se perdían en el aire antes de llegar a mí.

Intenté concentrarme, intenté escuchar, pero los sonidos se mezclaban, se volvían un zumbido ininteligible que me hacía sentir aún más desconectada de la realidad. Miré a mi madre a los ojos, buscando respuestas, pero solo encontré un abismo de emociones que no lograba comprender.

Quería gritar, pedirles que me sacaran de ese lugar, que me dijeran que todo esto era un mal sueño, pero mi voz estaba atrapada en mi garganta, ahogada por el terror y la confusión. Sentía que mi mundo se estaba desmoronando, y no había nada que pudiera hacer para detenerlo. 

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