20. El experimento

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La mañana llega gris y pesada, como si el cielo mismo compartiera la carga que todos llevan. El grupo ha decidido que es hora de salir de la casa y buscar más provisiones. La tensión sigue apretando sus gargantas, pero hay una determinación silenciosa en cada uno de ellos: necesitan respuestas, y mantenerse ocupados es la única manera de no caer en la desesperación.

El supermercado, que alguna vez fue un bullicioso centro de la vida diaria en el pueblo, ahora está abandonado, con las estanterías medio vacías y el polvo acumulándose en cada rincón. Caminan en silencio entre los pasillos desordenados, recogiendo lo poco que queda, sus pasos resonando en el espacio vacío.

—Esto es... surrealista —murmura Valeria, mientras examina una lata de frijoles polvorienta—. Es como si estuviéramos en un sueño, uno de esos que se vuelven pesadillas.

—O en una película de ciencia ficción —añade Diego, su voz es baja, pero hay un filo de sarcasmo en sus palabras—. Excepto que no hay cámaras, no hay director que nos diga que todo estará bien al final.

Javier, que está más adelante, se detiene en seco, su cuerpo se tensa como una cuerda a punto de romperse. Sofía lo nota de inmediato y se acerca a él, su mirada preocupada.

—¿Qué pasa? —pregunta, aunque la inquietud en la voz de Javier ya le dice que algo no está bien.

Javier señala hacia el fondo del pasillo, donde una figura conocida aparece entre las sombras. Es Andrés, caminando hacia ellos con una expresión tranquila, casi ausente, como si estuviera paseando en un día cualquiera.

—No... puede ser —susurra Laura desde detrás, sus palabras son un eco de la incredulidad que todos sienten—. Andrés... no debería estar aquí. ¡Se suponía que estaba con su abuela!

Andrés llega hasta ellos, su rostro no refleja la misma preocupación que todos sienten. En cambio, parece un poco confundido, como si no entendiera por qué están tan sorprendidos de verlo.

—¿Qué pasa? —pregunta Andrés, su voz es suave, pero hay una extraña nota de desconcierto en ella—. ¿Por qué me miran así?

Javier da un paso adelante, su cuerpo rígido, casi temblando con la mezcla de emociones que lo recorren.

—Andrés... —comienza, su voz es baja, pero cargada de tensión—. ¿Cómo... llegaste aquí? Se supone que estabas fuera del pueblo, con tu abuela. No podías estar aquí.

Andrés frunce el ceño, su confusión se vuelve más palpable mientras sus ojos recorren los rostros de sus amigos.

—¿De qué están hablando? —responde, su tono es una mezcla de incredulidad y desconcierto—. Siempre he estado aquí. No me fui a ningún lado.

El silencio que sigue a sus palabras es como una descarga eléctrica que recorre a todos. Sofía siente que el suelo bajo sus pies comienza a tambalearse. Algo en la voz de Andrés, en la certeza con la que habla, le hace pensar que realmente cree lo que está diciendo. Pero eso no tiene sentido.

—No, no es cierto —insiste Valeria, su tono es más agudo, casi al borde del pánico—. ¡Te vimos irte! ¡Todos lo recordamos!

Andrés se encoge de hombros, pero hay una sombra en su expresión, algo que sugiere que está tan perdido como el resto, aunque no quiera admitirlo.

—Están equivocados —dice, su voz es un poco más baja ahora, como si dudara de sus propias palabras—. Yo... no recuerdo haberme ido. He estado aquí, con ustedes.

Javier siente un nudo en el estómago, una sensación de malestar que crece con cada palabra que Andrés dice. Todo esto, el Efecto Mandela, las distorsiones en los recuerdos, está tomando una nueva y aterradora forma. ¿Y si Andrés realmente cree lo que está diciendo? ¿Y si de alguna manera, lo que recuerdan no es real?

EFECTO MANDELA | [COMPLETA]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora