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        Por experiencia, sabía que la mejor forma de calmar las aguas era mostrarnos juntos. Así que, alrededor del mediodía, cuando el centro comercial estaba más concurrido, convencí a mi esposa de salir a disfrutar de la tarde. Cerca de allí, encontramos el Rue du Nil, el nuevo restaurante de moda. La imponente fachada, con dos grandes estatuas de Anubis a cada lado de la entrada, ya era sorprendente. Pero al entrar, quedamos maravillados: una fusión espectacular entre el antiguo Egipto y el estilo parisino. El ambiente era mágico, como si estuviéramos en un oasis del desierto bajo un cielo estrellado. Columnas en ruinas, formas piramidales en las paredes y una iluminación tenue creaban una atmósfera única. Incluso los empleados, vestidos como egipcios, completaban la experiencia. Solo el chef Jean-Pierre, con su filipina borgoña, rompía levemente la temática. El menú, escrito a mano sobre papiro, fascinó a Olivia.

Su felicidad era mi puesta en escena.

¿Habría una sola razón, o muchas, para esta farsa? ¿Cuáles podrían ser las mías? ¿Era la culpa, el miedo, o simplemente el deseo de escapar de mi propia realidad? Ciertamente, yo tenía una lista, una que crecía cada día: mi esposa, el reencuentro con Vanessa, el manuscrito inconcluso, mis cicatrices, las ausencias, los extraños sucesos en mi hogar… Y, por si fuera poco, la narrativa de mi novela parecía estar transformándose en algo terrorífico, algo que escapaba a mi control. Pero, ¿había algo más? ¿Qué pudo haber ocurrido entre las 8:00 y las 10:00 de la mañana para que, harto de la gente del pueblo, llegara a casa y convenciera a Olivia de salir? Mi esposa, mi coartada, mi compañera en este juego de máscaras.

La línea entre ficción y realidad se había vuelto borrosa.

La comida era un mero preámbulo. El clímax estaba por llegar: el espectáculo de Nefertiti. Olivia parecía imperturbable, pero yo estaba cautivado. La piel de la bailarina, satinada y adornada con jeroglíficos, irradiaba un magnetismo irresistible. Un collar dorado ceñía su cuello, y pesadas cadenas, como esposas doradas, la unían a un poste central. A un lado, un piano de cristal, transparente y etéreo, aguardaba su toque. Las luces se fundieron, revelando un cielo nocturno adornado con estrellas artificiales. Focos intensos se posaron en la artista, transformándola en el centro de atención. Las paredes se abrieron, dejando paso a guardias faraónicos con antorchas encendidas, creando un ambiente de misticismo y opulencia. Con una gracia inigualable, Nefertiti se deslizó hacia el piano y comenzó a interpretar Never Enough.

Su voz, dulce y poderosa a la vez, se elevó como una plegaria, envolviéndome en una sensación de éxtasis. Mis ojos se clavaron en ella, incapaces de apartarse de esa visión hipnotizante. Era como si el tiempo se hubiera detenido, y yo estuviera atrapado en un sueño.

—César —Olivia me llamó, su tono un poco más brusco de lo habitual—. ¡César!

—¿Qué quieres? —respondí, mi voz distante.

—Ay, nada, olvídalo —dijo, levantándose de su asiento—. Voy al baño; tú ve pidiendo la cuenta.

Me encongí de hombros y asentí con la cabeza. Cuando Olivia regresó, ya la estaba esperando para irnos.

—¿Nos vamos a casa? —pregunté mientras caminábamos hacia el estacionamiento.

—No todavía, quiero pasar por la agropecuaria antes.

La ida a la tienda fue rápida. Ivy ni siquiera se molestó en bajar de la camioneta. Entré, pagué y cargué la bolsa de perrarina sobre mi hombro. Justo cuando estaba guardando la bolsa en el maletero, una sombra se cernió sobre mí y una voz áspera me susurró al oído:

—Ah, así que has vuelto al pueblo. Sabía que tarde o temprano regresarías. ¿Creías que podrías escapar de mí para siempre?

La voz me resultó extrañamente familiar. En cuanto me di la vuelta, solo encontré la mirada perdida de un viejo, su sombrero ensombreciendo una cicatriz que serpenteaba por su mejilla.

Voces en PapelDonde viven las historias. Descúbrelo ahora