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El astro rey se despedía, su luz dorada sería reflejada, ahora blanquecina y fría, por la inspiración de incontables artistas y la forma del deseo para quienes buscan lo imposible.

Olivia, a través de la ventana, arrojaba su vista por encima de las colinas. La luna, llena, con su resplandor, ejercía una atracción sobre todos nosotros. En mi esposa, tales fuerzas marcaron el despertar de emociones profundas, mientras que para mí se volvían el aliento acallado que da voz al literalismo de su nueva vida.

Estás aquí, sumergido en estas palabras, buscando respuestas o simplemente el placer de perderte en un mundo de tinta y papel. Crees tener el control, pero la verdad es que estas historias también te moldean a ti. Los personajes cobran vida en tu mente, sus experiencias se entrelazan con las tuyas, y juntos construyen un mundo que trasciende las páginas. Aún estás a tiempo de parar.

Guardé silencio, embelesado. Mi esposa, con su cuerpo vestido con luz de luna, sutiles sombras y un collar de perlas, agua escurría de su cabello suelto. Cada arruga, cada curva, era perfecta para mí. No era un fetiche, sino una profunda admiración por la mujer que era. A sus 64 años, irradiaba una sensualidad que me cautivaba. Era un cuadro vivo, perfecto en su imperfección. Su tez resaltaba con los pisos de cedro oscuro, en un fondo de vidrio templado, con pinos detrás, mientras ella sostenía una copa de nuestro mejor vino.

En ese instante, comprendí lo afortunado que era. Mi esposa era mi Mona Lisa, mi obra de arte más preciada. Me acerqué a ella con suavidad, cubrí sus hombros con mis manos. Experimenté una emoción tan intensa que pensé en voz alta:

—Jamás has sido tan bella como ahora.

—Eres un mentiroso —respondió ella, girándose para mirarme fijamente. Tenía una ceja arqueada y sus ojos se clavaron en los míos.

Besé sus labios, el sabor del vino un eco distante. Sus dedos se enredaron en mi cabello mientras me guiaba. De rodillas, la besé con desesperación, hundiendo mi nariz en su cuello. La llevé en brazos hasta la cama, donde nuestros cuerpos se fundieron en uno. El calor la envolvía, sus latidos se aceleraban mientras que los míos descendían al igual que mi temperatura.

Los párpados pesados se negaron a abrirse del todo. A tientas, encontré a Olivia a mi lado. Dormía plácidamente, su respiración era suave. Me tranquilizó verla tan sana, pero una inquietud profunda me atenazaba. Al acercarme al baño, el espejo me ofreció una imagen distorsionada de mí mismo: mis uñas, antes rosadas, ahora eran amarillentas y quebradizas. Me sentía débil, consumido por una sed abrasadora, una sed que ninguna cantidad de agua parecía apagar.

La alarma resonó, recordándome mi compromiso. Tenía que escribir, aunque me sintiera al borde del colapso. Mi esposa necesitaba de mí. Tenía que encontrar una manera de mantenerla a mi lado, de inyectarle más vida.

Con el abrecartas sobre el escritorio, reabrí las heridas de mis dedos. Con cada tecla, las agujas invisibles de la máquina se hundían más en mi carne, bebiendo mi sangre. A cambio, mis palabras cobraban vida, oscuras y poderosas. Era un pacto macabro.

La necesidad de escribir se había convertido en una obsesión. Las noches se desvanecían en un borrón de tinta y dolor. La máquina me exigía un tributo constante, y yo, con una obediencia enfermiza, se lo ofrecía. Mi cuerpo, otrora sano, ahora era un mero recipiente para alimentar mi creación.

El timbre resonó en la madrugada, cortando la densa atmósfera. Un escalofrío me recorrió la espalda. «¿Quién podía ser a esas horas?» El corazón me martilleaba en el pecho mientras me dirigía hacia la puerta. Al mirar por el visor, una sensación de pavor me envolvía. Gotas de sudor frío resbalaban por mi frente, y mis extremidades vacilaban.

Voces en PapelDonde viven las historias. Descúbrelo ahora