El pasillo de los vinos

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"Corriendo como un loco por un supermercado,

quieres mi corazón encontrar para comprarlo"

Corazón Congelado, Pastora Soler.


🍌💕🍌💕🍌💕🍌

Martin

Definitivamente aquello no era una buena idea. Algo en su interior le decía que debía dar la vuelta y salir por donde había entrado. Pero según Chiara, su mejor amiga, el horóscopo de Aries tenía un mensaje muy importante para él en el día de hoy y al menos debía intentarlo: "encontrarás el amor si eres lanzado, en el pasillo de los vinos o los congelados".

Siendo sincero, ni creía en el horóscopo ni en ningún tipo de método de predicción del futuro, especialmente, si se trataba de temas de romance. Una vez un adivino le leyó la mano —por idea de Kiki, cómo no— y le dijo que el amor de su vida sería ingeniero. Tuvo un par de citas con algunos y acabó espantado, solo hablaban de sí mismos, de lo listos que eran y de lo mucho que tenían que estudiar. En otra ocasión, visitando una verbena, Chiara le arrastró hasta la caseta de una bruja que echaba las cartas y cuando llegó su turno, le indicó que la persona de la que se enamoraría cantaría como los ángeles. Le dio oportunidad a dos o tres músicos y con ninguno había cuajado la cosa. Con el último, Oliver, incluso había tenido una relación seria de unos cuantos meses, que se había ido al traste el día que apareció por el piso que compartían, tocando la guitarra mientras le dedicaba una canción de letra bastante cuestionable, para romper con él...


"Oh Martin, te quiero demasiado,

pero ya no puedo seguir a tu lado.

Me debo a mi público, me debo a mi gente,

no quieras volver, ni siquiera lo intentes."


Ni que decir tiene que ni siquiera lo intentó.  O sea, menudo capullo tenía que ser para dejarle de ese modo, como quien no quiere la cosa. Por ese mismo motivo, Martin se había mudado un par de semanas atrás al piso que Kiki compartía con una compañera que trabajaba en la hostelería y casi nunca estaba en casa. Un par de pelis románticas y mucha tarta de chocolate después, Chiara apareció con la noticia de que ahora estaba de moda ligar en un conocido supermercado, a una hora concreta, llevando una fruta en el carro de la compra. Si te gustaba alguien y llevaba lo mismo que tú en el carro, debías chocar con esa persona para dejarle ver claramente tus intenciones. Una auténtica locura, pero que parecía estar funcionando, pues la gente estaba dejando de instalar Tinder. Y era una locura que estaba dispuesto a intentar cometer aunque no tuviese lógica.

Desde que había visto un anuncio de un león llamado Leonardo, de ING, su vida no tenía sentido alguno. ¿Guardaba el banco alguna relación con él? Rotundamente no, pero como la letra de su canción favorita, a veces se preguntaba si su vida era drama o comedia. Y tenía que reconocer que vista desde fuera, era una peli de risa con la cantidad de tonterías que le pasaban. Esperaba que al menos tuviese buen final...

Así que allí estaba, dando un paseo por el pasillo de los vinos del Carrefour cuando le vio por primera vez. Y miró el contenido de su carrito, y volvió a mirarle a él, y volvió a mirar el carrito. No es que fuese tonto, es que con los nervios se había colocado la lentilla del ojo izquierdo en la del derecho y viceversa, y no veía de lejos ni un pimiento. 

Así que, como si él bebiese alcohol —era abstemio—y le interesase lo más mínimo el contenido de aquellas estanterías, se fue acercando lentamente a un chico de su edad que parecía debatirse entre dos botellas de vino que tenía en las manos. Unas manos preciosas, de dedos largos, en las que se marcaban muchísimo las venas. Carraspeó intentando no volverse loco ahí en medio y se puso a cotillear el interior del carro del otro con más detalle. Llevaba mucha comida, pero destacaba especialmente la cantidad de plátanos. ¿No era esa la fruta que Kiki le había dicho que debía llevar la otra persona? Juraría que sí. Debía de apetecerle muchísimo ligar, porque llevaba plátanos para darle de comer a una familia de orangutanes...

Ni lo pensó, en cuanto el chaval se decidió por una de las botellas y puso la otra en su sitio, cogió impulso y chocó contra él. En décimas de segundo todo salió disparado por los aires. Medio supermercado se giró a mirarles. Martin quiso que la tragase la tierra y le escupiese en Punta Cana, como si fuese un dibujito animado. Por desgracia para él, la vida no funcionaba así y estaba hincado de rodillas en el suelo, con el otro chico mirándole con una cara extraña, que no supo descifrar. Sacó el móvil del bolsillo y tecleó el número de Chiara. Habían acordado que le esperaría en el aparcamiento.

—Me he caído de rodillas en el supermercado. Por favor, Kiks ¿puedes venir a buscarme? —musitó Martin con un hilo de voz, tratando de mantener la poca dignidad que le quedaba, mientras se ponía en pie y se sacudía la ropa.

No lo consiguió, y se sintió terriblemente avergonzado cuando observó cómo dos reponedoras les miraban y cuchicheaban por lo bajo, muertas de risa.

—Oh my god, Marts. ¿En qué zona estás? Bajo del coche y estoy ahí dentro de cinco minutos.

—En el pasillo de los vinos. Corre por favor, he armado un estropicio —se quejó, muy humillado.

No le dio la oportunidad a su interlocutora de añadir nada más. Simplemente miró la pantalla durante tres segundos, ligeramente sobrepasado por la situación, y colgó. Como Zayn cuando habló por teléfono con su tío musulmán, pensó. No sabía por qué se acordaba de un fanfic en medio de una crisis existencial de ese calibre, y eso le hizo sentirse peor.

Kiki sonaba realmente preocupada al otro lado de la línea. No pudo evitar suspirar pensando en si estaba siendo demasiado duro al dejarla con la palabra en la boca pero, aunque fuera el caso, estaba enfadado y en su fuero interno era consciente de que el cabreo era más consigo mismo que con ella. Acababa de hacer el mayor ridículo de su vida y lo sabía. ¿Quién le mandaría a seguirle el juego a su mejor amiga? La iba a matar en cuanto la viese, pero primero tenía que ocuparse de recoger la compra. Había salido disparada del carrito y aún no había pasado por caja, por lo que estaba seguro de que iba a llevarse a casa algún que otro producto defectuoso. Pero estaba tan apurado que solo quería salir de allí cuanto antes. Con lo que no contaba fue con que una aterciopelada voz masculina interrumpiese su retahíla de pensamientos.

—Perdona, creo que esto es tuyo...

Un racimo de plátanos, algo espachurrados, aparecieron en su campo de visión. La fruta no le importaba lo más mínimo, las manos que la sostenían, en cambio, le habían vuelto loco minutos antes de la catástrofe. Visto de más cerca, tampoco es que ayudasen la mandíbula marcada, la nariz esculpida por algún artista griego de la antigüedad, la espalda de nadador, la altura —unos diez centímetros mayor a la suya— y los ojos de largas pestañas negras. Aquel chico con el que había chocado había alterado la química de su cerebro.

—Gracias —atinó a decir más rojo que una lata de tomate. No era capaz de mirar al otro chico por más tiempo a la cara mientras comenzaba a recoger. Dio un paso al frente y sintió algo crujir bajo sus zapatillas.

—Perfecto, tío. No no solo te chocas conmigo y armas un alboroto, sino que además me pisas los huevos...

Martin bajó la vista para darse cuenta que había aplastado un cartón de veinticuatro huevos tamaño L. En su cabeza, maldijo hasta en arameo.

—Perdón, los dejo pagados en caja—murmuró antes de empujar el carro con violencia y dirigirse al final del pasillo, donde Chiara le hacía señas con las llaves del coche en la mano.

Choque FortuitoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora