Pesadilla de los dientes

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En la oscuridad, una luz persistía, trazando círculos, trazando la forma del infinito, a ritmo más lento que el de la velocidad de toda energía conocida, pintando la topografía de la dimensión de los sueños, alumbrando con cada vez más confianza, ese parpadeo, ese fotón, son humaredas, son realidades completas que tienen origen en la materia, es el recordatorio de la consciencia, el recordatorio de la vida durante el estado de sueño. Los sueños son una extensión de la consciencia, la mente sigue activa mientras las extremidades están en reposo, no son los órganos, que siempre están trabajando en el flujo sanguíneo, la secreción y transformación de sustancias, la transportación de adenosín trifosfato, la respiración, es la mente que no se ve a sí misma como cerebro, es la mente que piensa, la mente que habla, que hace proyecciones y las descifra cuando está desconectada de los ojos, la lengua y las orejas. El tintineo de luz persistía en la oscuridad para comunicar al cuerpo no cognoscente que él mismo no estaba dormido, que había algo más qué pensar, por incongruente que fuera. Si los sueños son una continuación, una extensión de la consciencia, ¿se puede decir que el cuerpo duerme en una noche que pasa entera soñando? ¿Realmente se obtiene la sensación de descanso si se sigue estando consciente durante la noche? ¿Será la mente resistiendo, negándose a dormir? Esta luz era la que advertía que un sueño se iba a formar, quisiese el cuerpo descansar o no. Había tenido el cuerpo una larga y extenuante jornada, por lo que esperaba una noche de oscuridad y sordera. Pero la luz vencía, y traería con ella un remolino de imágenes que plantearían la trama del sueño, cuál sería esta vez, un árbol y su sombra, el set de una película, globos blancos con papeles sujetos a sus listones elevándose al cielo como los que vio en su primer año de educación primaria, de los cuales él mismo soltó uno, qué soñaría esta vez, nada. Nada, no se construía nada, aparecía nada. Esta luz no era la que advertía sobre el sueño, sino que prendía el receptor del dolor, y por fin la mente pensante despertó, desde cuándo se detectó el problema, toda la atención se dirigió hacia el epicentro, recorrió la sangre, los pulmones, las neuronas, la médula espinal, sorpresa, era maxilofacial, las señales de alerta provenían de la boca.

Veía. No tenía los ojos totalmente abiertos, pero veía. Veía el tono azul de la oscuridad al que sólo se exponen las almas madrugadoras. El brillo del foco exterior se asomaba desde la ventana. Estaba despierto. Pero no estaba despierto del todo, había algo que no cuadraba. Sus dientes estaban descolocados, su boca era demasiado estrecha. Sus dientes superiores chocaban con los inferiores, y lo que debía hacer para regresar a la posición normal era abrir bien la boca y aterrizar los dientes superiores delante de los inferiores. No podía. Intentó, pero no podía. Nada se movió. Como si tuviera una mandíbula prógnata que luchaba con sus dientes incisivos. Incomodaba. Hacía dolor. Pero no podía reacomodar su boca, era la trampa y lo atrapado al mismo tiempo. ¿Qué era? ¿Era una parálisis? Además, a un colmillo inferior lo notaba mucho más grande de lo que era. Debía ser el principal obstáculo. Posó dubitativo sus manos en su mandíbula para desatorarla de ese diente salido. De inmediato las retiró, por el frío que plantaron en su cutis. No estaba despierto, pero sus párpados se abrían a la mitad, habían estado abiertos todo el episodio. Había logrado mover sus manos, pero su cabeza, su cuello, su boca, la lengua, nada estaba respondiendo a las señales, había dolor, había incomodidad, pero no lo hacían gritar, nada podía, sus piernas no estaban bajo su control, su pecho aún respiraba. Sus dientes deformes se impedían entre sí. Pero no eran los dientes, era la quijada. Como cuando se estira tanto que, a medida de precaución, entra en una tensión de la que no sale. Se percató. Logró darse cuenta. Ante los pensamientos desenfrenados, su incomodidad era la quietud. Si estuviese colgando de un precipicio, lo último que haría sería mover un brazo. Así era la trampa, un estado de relajación miedosa que evitaba empeorar la situación.

Entonces sucedió. Sus mandíbulas empezaron a moverse, pero en sentido contrario, la inferior hacia enfrente, la superior hacia atrás, los dientes se raspaban entre sí, los colmillos superiores se atoraban tras los molares inferiores, el espacio de su boca se reducía, dolió, empezó a doler, estaba siendo forzada a un límite que no podía cruzar y fue otra vez ahí que se detuvo. Lentamente se deslizó cada mandíbula hacia su posición debida, deteniéndose sólo al chocar levemente las puntas de los dientes incisivos. Toda la boca podía respirar.

¿Qué está pasando? ¿Qué está pasando?

El dolor se sintió demasiado real para ser parte de un sueño. Pero no hubo un dolor como tal. En cuanto se aproximó al punto de arruinarse para siempre, su boca se retrajo, se relajó, se liberó. Tenía mucho sueño pero este incidente no le dejaba dormir. No estaba soñando. Pero no estaba despierto.

Sólo faltaba pasar la mandíbula superior por encima de los dientes inferiores y cerrar bien la boca, como se debe. Eso es ridículo, el maxilar no es independiente del cráneo, la mandíbula superior no existe. Había que estirar la mandíbula inferior, la quijada, hundirla para pasarla por debajo del maxilar y cerrar bien la boca. Pero no pudo. La boca no se permitió eso. Volvió a absorberse en sí misma, chocando todos los dientes entre sí y empujando al canino anormalmente grande a su punto de quiebre. Cesó nuevamente, antes de ocasionar una destrucción, pero el ciclo se repitió una vez más. La última vez, cuando se encontraba otra vez en la tensión fina entre incisivos inferiores y superiores, ya no en la trampa, ya no en la colisión, sino en la calma antes de la tormenta, logró pinzar, usando una mano, su mandíbula inferior y reacomodarla en silencio. Sin mordeduras accidentales, sin forcejeo involuntario, logró reunir sus molares. Por fin estaba despierto.

A la mañana siguiente, el hombre palpó sus hileras de dientes, sintiendo su bigote y sus labios por encima, y no notó nada de diferencia. En el espejo del baño hizo una breve examinación: ningún diente desalineado, ningún canino crecido, ni siquiera una sensación de dolor en la quijada.

—Tengo que explicarle esto a la terapeuta—dijo—Esto no puede ser normal.

Saliendo de ducharse, se miró nuevamente en el espejo, esperando ver un ser de fauces monstruosas, pero sólo se vio a sí mismo como un hombre que iba rumbo a su trabajo. Ya ataviado en su traje, volvió al espejo una vez más para lavarse los dientes. Después de la escupida, los mostró hacia su reflejo y los guardó, porque debían lucir bien para la prensa. Quizás la oscuridad perdona. Si no hay forma de explicar lo sucedido anoche, se olvida. Lo quería mencionar a su especialista en turno porque estaba seguro de que aquello, fuese lo que fuese, afectaría a su fisiología. Pero si no volvía a ocurrir, no habría de qué preocuparse. Si algo pasa sólo una vez, quizá nunca pasó. Esto se decía mientras se ajustaba el saco antes de salir del baño, a lo que se le ocurrió voltear la mirada al espejo para fugazmente retirarla de ahí, porque juró ver todo su rostro reducido respecto al tamaño de su cabeza.

Pesadilla de los dientesWhere stories live. Discover now