El viento soplaba suavemente sobre los campos secos de Monteverde, un pequeño pueblo enclavado en el corazón de un valle olvidado por el tiempo. Las colinas, alguna vez verdes y fértiles, ahora parecían marchitas, como si el mismo aire estuviera impregnado de la tristeza de quienes ya no estaban. No había una gran carretera que llegara hasta el pueblo, solo un camino de grava que serpenteaba entre los cerros y, aunque hacía décadas que no se construía nada nuevo, la gente seguía allí, atrapada en una rutina ancestral.
Sara Rivas, una joven periodista que había crecido en la capital, no entendía qué la había llevado exactamente hasta ese rincón olvidado. Quizá era el anhelo por algo más que las noticias de política y los escándalos de celebridades. Quizá era la carta. Sí, definitivamente era la carta.
Todo comenzó hace una semana, cuando recibió un sobre en su pequeño apartamento. No tenía remitente ni sello postal, solo su nombre y dirección escritos con una caligrafía antigua, cuidada, como la de alguien que había aprendido a escribir en otro tiempo. Dentro, un solo papel amarillento: "Monteverde te espera. El pasado sigue vivo". No había firma, solo esas palabras. Sara pensó que era algún tipo de broma, pero la sensación de intriga se instaló en su pecho como una piedra que no podía quitarse de encima.
Había algo en ese nombre que le resultaba familiar, aunque no sabía de dónde. Después de investigar un poco, descubrió que Monteverde era el pueblo donde su madre había crecido, un lugar del que nunca hablaba y que parecía borrado de la memoria familiar. Sin pensarlo mucho, empacó unas cuantas cosas, pidió una licencia temporal en el trabajo, y emprendió el viaje.
El camino a Monteverde era como viajar hacia el pasado. El paisaje se tornaba cada vez más árido, y los postes de luz desaparecían uno a uno. Sara conducía en silencio, observando cómo el cielo gris parecía presagiar algo más que una tormenta. A su llegada, lo primero que le llamó la atención fue el silencio. No el tipo de silencio que se siente en los pueblos tranquilos, sino uno más denso, pesado, como si el aire mismo estuviera cargado de secretos.
El pueblo era pequeño, con casas antiguas de madera y ladrillo que parecían a punto de desmoronarse. Las pocas personas que caminaban por las calles la miraban con curiosidad, pero nadie la saludaba. Sara aparcó su coche frente a lo que parecía ser el único bar del pueblo, un edificio de fachada deslucida con el letrero colgando de una cadena oxidada: El Susurro.
Al entrar, el aire denso y cargado de humo de cigarro la envolvió. Un grupo de hombres jugaba a las cartas en una esquina, mientras una anciana limpiaba el mostrador. Nadie pareció notar su presencia, excepto un hombre de cabello canoso que estaba sentado en una mesa junto a la ventana, observándola con una intensidad que la incomodó. Su rostro le resultaba vagamente familiar, como si lo hubiera visto antes en algún lugar, pero no lograba ubicarlo.
Sara caminó hacia la barra y se sentó en un taburete. La anciana, sin dejar de limpiar, le dirigió una mirada rápida.
—¿Qué va a ser? —preguntó con una voz áspera.
—Solo un café, gracias —respondió Sara, mientras sacaba el sobre de su bolso y lo colocaba sobre la barra.
La anciana lo miró de reojo mientras preparaba el café, pero no dijo nada. El silencio volvió a instalarse, solo interrumpido por el sonido del cuchicheo de los hombres en la esquina.
—No muchos vienen por aquí —dijo de repente la anciana, sirviendo la taza delante de Sara.
—Estoy aquí por una carta —Sara se sintió algo ridícula al decirlo, pero sacó el papel amarillo y se lo mostró. La mujer frunció el ceño.
—No eres la única —murmuró, mientras sus ojos se volvían a un rincón oscuro del bar. Sara siguió su mirada y vio al hombre de cabello canoso que aún la observaba. La sensación de familiaridad se hizo más intensa.
—¿Cómo dices? —preguntó Sara, pero la anciana ya no la miraba. Sus manos se movían nerviosas, como si hubiera dicho algo que no debía.
Sara tomó un sorbo de su café, el cual estaba amargo y frío, y se levantó de la barra. Decidida, caminó hacia el hombre de la ventana.
—Perdón, ¿nos conocemos? —le preguntó, y él sonrió, una sonrisa tensa, casi triste.
—Nos conocimos antes de que nacieras —respondió él enigmáticamente, mientras sus dedos jugaban con una carta que descansaba sobre la mesa. El sobre era idéntico al que Sara había recibido.
El corazón de Sara dio un vuelco. Las preguntas comenzaron a agolparse en su mente, pero antes de que pudiera formular alguna, el hombre continuó.
—Has venido aquí a buscar respuestas, pero lo que encuentres no será lo que esperas. Monteverde no es un lugar cualquiera, y las cartas… no son solo cartas.
—¿Qué son entonces? —preguntó Sara, sintiendo que la adrenalina empezaba a recorrer su cuerpo.
—Son los susurros del pasado —respondió el hombre, con los ojos clavados en ella—. Y algunos secretos es mejor dejarlos enterrados.
Sara sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Miró el sobre en manos del hombre y luego el suyo. Algo profundo, oscuro y viejo estaba enterrado en ese lugar, y aunque cada fibra de su ser le pedía que se fuera, que regresara a su vida tranquila en la capital, supo en ese instante que ya no había vuelta atrás.
Monteverde había esperado mucho tiempo para contar su historia. Y ahora, ella estaba aquí para escucharla.
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Ecos de lo desconocido
FantasiEn un pequeño pueblo olvidado por el tiempo, los habitantes comienzan a recibir cartas de seres queridos que murieron hace décadas. Estas cartas revelan secretos oscuros y perturbadores sobre sus vidas y el destino del pueblo. Una joven periodista d...