En los grandes confines de la vasta tierra, cruzando sus inmensas áreas desérticas, heladas y verdes, yace un reino próspero de grandes dimensiones que se extiende a lo largo y ancho.
Su gran arquitectura resalta en aquellos canales de agua que conectan toda la ciudad, abasteciendo las inigualables viviendas de aquellos que se ganan la vida: vendedores, granjeros, madres cuidando a sus hijos.
Cerca del castillo, con gigantescas murallas e imponentes torres, se encontraba un campo de entrenamiento. Varias personas, generalmente jóvenes, caminaban de manera organizada hacia uno de los recintos; sus expresiones eran frías, y mientras avanzaban por las largas mesas, se daban cuenta de que había un gran banquete servido.
Muchos de los cadetes miraban las porciones con deseo: algunos sudaban, otros salivaban. Al formarse frente a las mesas, su superior entró a la habitación. Era un hombre mayor, de no más de 50 años, aunque sus canas ya eran muy notorias, destacando entre todos por su prominente bigote blanco.
El general, en silencio, se posicionó al frente de las mesas, observando las miradas fijas que se clavaban en la comida, aunque los cadetes se esforzaban por resistir la tentación.
Entonces, tras un breve momento, el general aclaró su garganta. —Muy bien, soldados, disfruten su comida—.
Casi en automático, todos los cadetes tomaron la mesa por debajo y la volcaron de forma coordinada. El sonido quebradizo de los platos y vasos resonó en toda la habitación: el gran pollo asado, la ensalada hecha con la cosecha de temporada y el cerdo a las brasas cayeron abruptamente al suelo.
—¡Muy bien, soldados, rompan filas!—. Todos los jóvenes salieron de la habitación sin decir una sola palabra. Yui, una chica de cabello castaño, ojos carmesí y destacada por una gran cicatriz de quemadura en su ojo derecho, se desplomó de rodillas.
Frustrada, golpeó el suelo, rasgando la tierra con las uñas. Por un momento pensó en comer un poco de esta, pero rápidamente apartó la idea.
Sabía que estaba mal. Se lo habían dicho antes de comenzar la llamada "Prueba de Fuego". Esto definiría si podrían ser candidatos a guerreros del más alto rango en su reino, Floria. Todo comenzó hace cuatro días, cuando las selecciones de reclutamiento terminaron.
Ese mismo día, el general advirtió que este trabajo no era para cualquiera. Se necesitaba una gran voluntad para enfrentar a las criaturas de la raza "herdiana", monstruos humanoides, violentos y despiadados que buscan acabar con nuestra raza, los "Celtianos ".
Debían superar una prueba definitiva para ingresar, que consistía en no ingerir ningún tipo de alimento, excepto agua, y no dormir durante una semana. En palabras del general, esta era la Prueba de Fuego.
Yui se recompuso y se levantó del suelo con dificultad. Apenas era el segundo día y no sentía que pudiera lograrlo, pero al ver a su alrededor, se consolaba al darse cuenta de que no era la única que se sentía así.
La calma y el silencio de la multitud fueron interrumpidos por un quejido proveniente de uno de los cadetes, que cayó al suelo adolorido, apretándose el estómago.
Frente a él estaba un hombre de estatura imponente, con una musculatura definida y cabello castaño pálido, que lo miraba con seriedad.
—Te vi tomar un trozo. Más te vale tirarlo al suelo ahora mismo— exclamó el hombre, apretando el puño en señal de amenaza.
El chico en el suelo lo miró con dolor, y acto seguido sacó de su bolsillo un trozo de pan y lo arrojó al suelo.
El hombre pisoteó el trozo de pan, arrastrándolo hasta enterrarlo en la tierra. —No debes hacer trampa. Todos estamos en la misma situación que tú. No te condenes a morir de frío...—
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Yui parabell
FantasyPrimer arco de parabell desde la iniciación hasta la derrota del elite Robert