I - El mudo

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Caía de a poco la noche, el cielo se partía al medio como un tajo dejando un paisaje cálido abajo y azul más arriba. Algunas nubes amarillentas se alzaban imponentes pero lejos unas de otras, ensombreciendo el techo de un Peugeot 205 que pasaba furioso por debajo en plena ruta. Aquel auto significaba mucho para Tadeo, no solo era la recompensa de varios años de servicio, sino también un compañero silencioso y cómplice de un viaje que lo trajo desde la Ciudad de Zapala en Neuquén hasta los cerros infinitos de Salta, bien al norte del país.

Pensaba que sería un buen momento para encender un cigarrillo, como en las películas, con la ventanilla media baja y sus lentes de aviador, a la espera de cualquier aventura. Prendió torpemente un Camel y revisó una vez más el papel que dibujaba un nombre y más abajo la dirección de Mara, su cita. Esbozó una media sonrisa, casi orgulloso de su conquista y el sinfín de palabras dulces y bobas que dijo esa vez en Salón Verde, una discoteca que tuvo su auge a principios de los noventa, en la cima de un cerro donde conoció a la muchachita en cuestión.

Tadeo era un joven bueno, de cabello corto enrulado y ojos grises de felino. Era alto, de piernas anchas y brazos largos y velludos, de esos que abrazan e inmediatamente te comprimen todo el cuerpo. Un chico bueno al fin, pero infantil y por momentos exasperante. El típico amigo que viven cagando pero nunca se da cuenta. Un prototipo de hombre más adecuado a otros tiempos donde los modales y la caballerosidad sí hacían la diferencia. Colocó un cassette y pasó la media hora de viaje hasta Barrio Floresta meditando sobre todo aquello que había dejado atrás. De pronto el aire espeso de la ciudad fue dejando paso a un olor a tierra mojada, algunas gotas de la penosa lluvia le erizaban los vellos del brazo mientras su cabeza recordaba las maniobras de campo, el lomo fibroso de los caballos, el orgullo de su padre al verlo marchar con su uniforme recién planchado.

Pero sobre todo había una voz que resonaba en sus recuerdos como un eco que lo perseguía y lo atormentaba:

-Pelotudo de mierda. Te quedas callado porque sos un gil, un cagón. No tenes huevos, ni para cogerme ni para pegarme.

Aquella voz chillona y filosa aún le taladraba la cabeza, lo hería y lo avergonzaba.

-¿Cómo estuve tanto tiempo con ella?, en ese lugar. En esa ciudad de mierda y fría -meditó en voz alta. La noche ya era negra y una brisa húmeda que entró por la ventana lo acarició como consuelo. Todas aquellas discusiones, platos rotos y golpes habían quedado atrás, cualquier hombre la habría cagado a palos o es lo que hubiera hecho cualquiera de sus camaradas que lucían con autoridad su uniforme mientras sus hogares se caían a pedazos. Pero él no.

-Siempre fui un cagón -pensó. Y así, en un destello de lucidez, se encontró en la rotonda que con un cartel verde gastado, indicaba el barrio de su destino.

-Hacé la rotonda y doblá a la derecha -le había indicado Mara a la salida de aquel boliche, mientras bordeaban el cementerio municipal y sus caminos se dividían al llegar a la avenida.

-Vas a ver un camino de tierra que baja como hacia un pozo. Podes dejar el auto y seguir a pata que este es un barrio nuevo y los autos no llegan-. Efectivamente era un barrio nuevo, más bien un asentamiento, de esos organizados y disputados que luego terminan convirtiéndose en barrio, con el nombre de algún político que esté de campaña. Tadeo cerró la puerta y chequeó la alarma varias veces por las dudas. Estiró la pierna derecha esquivando un cartel de obra y luego la izquierda de un revoleo que lo dejó dando saltitos ridículos antes de la bajada que abría paso a aquel precario lugar. Se arrepintió por unos segundos y más que nada al ver como sus zapatillas blancas recién lavadas habían tomado un tinte chocolatoso en las suelas. De todos modos recordó que la pensión dónde estaba parando no admitía visitas de noche, así que ser anfitrión de esta velada no era una opción posible. Se estiró la chomba y apretó las mangas de la campera Charro que llevaba colgando en el cuello, mientras buscaba en su bolsillo las indicaciones que lo llevarían a tal encuentro. Tadeo se impresionó de la tranquilidad de aquel lugar, había pocas casas y el ruido de los cubiertos, el llanto de un bebé y las conversaciones se mezclaban con el canto de las cigarras y los bichos que se pegoteaban torpemente en el único faro de luz que iluminaba esa cuadra.

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⏰ Última actualización: Sep 04 ⏰

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