La casa en las colinas.

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Cuando las personas llegamos a una edad avanzada, comenzamos a valorar cosas que en su momento no le dimos el interés necesario. La familia es uno de aquellos tesoros que solemos dejar de lado; sea por obligaciones o simplemente por descuidos, descuidos propios de nuestra inmadurez. Pero al pasar los años, se encuentra placer en cosas pequeñas, cosas como compartir un helado con tus hijos, una tarde en la playa o simplemente ver una película junto a tu esposa.

Recuerdo ahora tantas cosas que en mi juventud pasaron como simples episodios de mi vida, sin embargo, hay otros momentos que por más que quiera olvidar, no salen de mis recuerdos. Justamente entre esos relatos perdidos está una historia de mi adolescencia, un relato que al día de hoy me sigo preguntando qué fue real y qué no. Para el que ahora es mi difunto primo Abelardo, sin duda, fue real.

- ¡Abuelo! ¡Cuéntame una historia de fantasmas! - dijo Elizabeth, mi nieta.

- Sabes que tu madre se enfada conmigo porque luego no puedes dormir je, je, je, je.

- Te prometo que no me asustaré, ¡porfisss!

- ¡Mmmm! No sé, ve a ver dónde está tu mamá primero.

Y así mi pequeña nieta se fue con la astucia de una super espía a vigilar el paradero de su madre (mi hija mayor) para cerciorarse de que pudiera contarle la historia de terror que ella quería. No me dejaría en paz si no lo hacía, así que rápidamente busqué en los archivos de mi memoria una buena historia que la pudiera complacer.

- Mami está en la cocina, está preparando una cheesecake de frutilla.

¡Cuéntame ahorita! (Dijo en tono de exigencia)

- ¡Bueno, bueno! Está bien, pero sino puedes dormir, ambos nos meteremos en problemas.

- Te prometo que si me voy a dormir.

- ¡Eres una mentirosita! Je, je, je, je.

- No lo soy ji, ji, ji.

Nos sentamos en un mueble, decidí contarle una historia de mi juventud, algo que ocurrió cuando yo tenía unos 17 años, en el campo. Yo soy nacido y criado en la ciudad, pero en las vacaciones, terminado el ciclo escolar, solía ir al campo donde unos parientes maternos.

- Siéntate aquí (un pequeño taburete frente a mi) presta mucha atención, no me gusta repetir mucho las cosas.

- Bueno Tito (Tito era su forma cariñosa de decir abuelito), te prometo escuchar atentamente.

- Bueno, comencemos...

Cuando yo tenía unos 15, 16 o 17 años (no recuerdo bien) me fui al campo, un pequeño pueblo al que solo se podía llegar por canoa en aquella época. Siempre mi emoción era grande, porque el trayecto en canoa era de las cosas más divertidas como tal, pasar ese enorme río en una lancha motorizada y sentir el agua en mis manos era algo fascinante, al llegar a casa de mis tíos, era recibido con deliciosa comida de campo.

Tenía muchos primos y primas, y estos a su vez tenían amigos de la zona. Sin perder tiempo, salía a jugar con mis primos y sus amigos, explorábamos las lejanías de la finca, y comíamos toda clase de frutas que los árboles nos brindaban, entre ellas; mangos, carambola (fruta china), guamas, naranjas, etc. Los animales eran otro gran espectáculo, había de todo un poco; caballos, mulas, chivos, gallinas, perros, gatos y otros animales que no eran de granja como búhos, lechuzas, serpientes, etc.

- ¡Búhos! Yo quiero ver un búho, Tito.

- Tienen ojos grandotes como los tuyos je, je, je, je.

La casa en las colinas.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora