De niñ@s, nuestros sentidos eran mucho más activos. Los colores de un nuevo
juguete, o un espectáculo como un circo, nos subyugaban; un olor o un sonido podía
fascinarnos. En los juegos que inventábamos, muchos de los cuales reproducían algo
del mundo adulto a menor escala, ¡qué placer nos daba orquestar cada detalle! Nos fijábamos en todo.
Cuando crecemos, nuestros sentidos se embotan. Ya no nos fijamos tanto, porque
invariablemente estamos de prisa, haciendo cosas, pasando a la siguiente tarea. En la
seducción, siempre tratas que tu objetivo regrese a los dorados momentos de la
infancia. Un@ niñ@ es menos racional, más fácil de engañar. También está más en
sintonía con los placeres de los sentidos. Así, cuando tus objetivos están contigo,
nunca debes darles la sensación que normalmente reciben en el mundo real, donde
tod@s estamos apresurad@s, tens@s, fuera de nosotr@s mism@s. Retarda
deliberadamente las cosas, y haz retornar a tus blancos a los sencillos momentos de
su niñez. Los detalles que orquestas —colores, regalos, pequeñas ceremonias—
apuntan a sus sentidos, y al deleite infantil que nos deparan los inmediatos encantos
del mundo natural. Llenos de delicias sus sentidos, ellos serán menos capaces de
juicio y racionalidad. Presta atención a los detalles y te descubrirás asumiendo un
ritmo más lento; tus objetivos no se fijarán en lo que podrías perseguir (favores
sexuales, poder, etcétera), porque pareces muy considerad@, muy atent@. En el
reino infantil de los sentidos en que los envuelves, ellos obtienen una clara sensación
de que los sumerges en algo distinto a la realidad, un ingrediente esencial de la
seducción. Recuerda: cuanto más consigas que la gente se concentre en las cosas
pequeñas, menos notará tu dirección final. La seducción adoptará el paso lento e
hipnótico de un ritual, en el que los detalles tienen acentuada importancia y cada
momento rebosa solemnidad.