Capítulo I | 3 de enero

1 0 0
                                    

Al abrir los ojos se encontró con el escenario de su peor pesadilla. Estaba en aquella iglesia, con su antiguo vestido de novia.

Sus manos estaban frías al no tener los guantes y no comprendía si todo era un sueño o la realidad.

Su corazón amenazó con salir de su pecho y un extraño dolor de cabeza nublaba su mente. No entendía qué estaba pasando.

¿Había muerto? ¿Estaba alucinando?

Caminó por el sitio, por aquel lugar lúgubre y oscuro, aterrorizada por lo que sabía que se iba a encontrar.

Tal y como esa noche sintió como alguien se tropezó con ella. Era Berenice, su madre.

Altagracia la observó con atención, la percibió más joven y con la ropa que uso aquella terrible noche. La tocó y tomó sus manos; estas estaban cortadas y ensangrentadas por más que intentó limpiarlas antes. Supo de inmediato que esa sangre no era la de Berenice sino la de alguien más, la de él.

Ella fue quién mató al padre Sebastián hace 20 años. La culpable de su desgracia. La que dio fin a todo su mundo.

Entonces, su respiración se agita aún más al confirmar sus sospechas. No era un sueño, esto estaba sucediendo, había regresado en el tiempo, pero ¿por qué? ¿Cómo? No entendía por qué estaba pasando por esto de nuevo y, más específicamente, en esa noche.

Fueron los balbuceos de su madre los que la hicieron entrar en razón y solo pensó en una cosa: Sebastián. La adrenalina corrió por todo su cuerpo. No había tiempo, debía encontrarlo rápidamente.

Calló a su madre de golpe y le dijo que ella se encargaría de todo, tal y como lo hizo en su vida pasada.

Corrió hacia aquel lugar y rogó a Dios, a la Virgen y a todos los santos llegar a tiempo, y, con el corazón en la boca, se acercó a aquel maldito confesionario.

Chilló de terror al tener que volver a revivir esa escena pero con la certeza de que tenía que hacerlo abrió la puerta y ahí estaba él: Sebastián. Atado de manos y pies, inmovilizado. Con un alambre cortándole la garganta y toda su vestidura cubierta de sangre.

Un escalofrío la recorrió de pies a cabeza y con las manos temblorosas, pero decididas, lo liberó de los alambres y lo auxilió rápidamente. Lo sentó en el suelo antes de que este cayera de bruces contra ella y, colocándose a su espalda, desde atrás tiró de él. Trató de que sus pies no se tropezaran, de no perder el ritmo, y le suplicó que la ayudara y resistiera, como aquella vez.

Él estaba desorientado, pálido como un papel y las palabras parecían no poder salir de sus labios secos por más que intentara.

—No hables, mi amor —le dijo ella—. Ya estoy aquí. Por favor, resiste. Por mí y por nuestra hija, por más difícil que sea, no te me mueras...

Sabía lo que era morir desangrado, cómo el dolor y la fuerza desaparecían y llegaba la calma; aquel mortal sueño...

Y sin darle tiempo para que asimilara sus palabras siguió arrastrándolo hacia la salida. Pero Sebastián era más grande que ella y pesaba mucho. Luchó, intentó no detenerse, pero sus brazos comenzaban a tensarse y sintió que cada segundo que pasaba era una eternidad.

Dios mío, ¿qué debía hacer?

Mientras se acercaba hacia a la salida se quedó sin fuerzas. Vaciló y cayó al suelo. Por más que intentara levantarse de nuevo y avanzar no era lo suficientemente rápida.

Sus manos entonces se posaron sobre el cuello y la cabeza de Sebastián, en un intento vano de tratar de detener la hemorragia pero sabía que era inútil.

La Mujer de Judas, reencarnación.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora