Capítulo II | Soledad

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Una tumba para vivos, eso era aquel lugar.

Paredes grises y húmedas con pasillos oscuros y silenciosos. Altagracia caminó entre las presas como una más; con su ropa desgastada y sucia y el pelo recogido en una coleta alta.

Tal y como en su vida anterior no tuvo visitas. Ya había pasado un mes desde aquel día y no sabía nada de Sebastián. Era como si todos se hubiesen puesto de acuerdo para hacerla sufrir aquella agonía.

¿Vivía o todo su sacrificio fue de nuevo en vano? No lo sabía.

Ya conocía esa cárcel de pies a cabeza, después de todo había pasado allí 20 largos años de su vida. Conocía a los guardias, a cada reclusa que entraba y salia y a las que vendrían. Lo sabía todo y lo usó a su disposición.

Con esa información se ganó el miedo y el respeto de las demás. Pensaban que era una especie de bruja y al saber de sus antecedentes de "matar" a un cura la superstición las venció y se hizo tabú estar cerca de ella. La preferían lejos, casi ni la miraban.

Usó su apodo para protegerse. De algo le tenía que servir ¿No? Esta vez no se dejaría doblegar por esa cuerda de hienas y víboras enjauladas, como en su vida pasada. Esta vez no era esa niña confundida, de ella solo quedaba su juventud y apariencia inocente. Esta vez su edad ya no correspondía con la de su cuerpo. Ya no era Altagracia del Toro, la niña de 20 años, ahora era la Mujer de Judas. Un ser frío y calculador. Un alma sedienta de sangre y venganza.

Supuso que su madre tenía razón: "es mejor que te teman, si te temen no serás dañada", aunque eso la convirtiera en un monstruo.

Su madre... aquella mujer por la cual había entregado su destino, por la cual había intercambiado su libertad; la mujer que le dio la vida y quien se la arrebató al asesinar a Sebastián. Mujer ingrata que jamás valoró su sacrificio ni tuvo la decencia de visitarla; de estar ahí cuando más la necesitaba.

Altagracia sabía que ella nunca llegaría. No valía la pena esperarla.

Sonrió ante la ironía, bien dicen por ahí que "Quien se mete a redentor, muere crucificado". Sabía que lo haría, que la abandonaría. Estaba preparada para ello, pero era inevitable no sentir dolor ante esa traición. Era inevitable no sentir rencor.

Sabía que no valía la pena el sacrificio, entonces ¿por qué no decía la verdad aún? No podía. En ella quedaba algo de amor. Y el amor por su madre era más grande que cualquier odio. Era un amor agonizante, que la enmudecía y le hacía estar en contra de su voluntad.

Aunque también, por otro lado, debía proteger a los suyos: a Gloria y Sebastián. Pese a que lo más probable era que Sebastián estuviera muerto.

—Lo está, acéptalo —se afirmó a sí misma—. Es imposible que siga con vida.

Y el nudo en su garganta la hizo sollozar. No sabía nada de él, estaba presa y todos la habían abandonado. ¿Qué más pruebas necesitaba? Si él viviera, ya habría sido liberada o al menos sabido algo de él.

Todo había sido en vano. El dolor se repetía una vez más.

Sus manos volvieron a teñirse de aquel color del vino y la sangre, fueron manchadas con la sangre de su amado.

Y ahora estaba allí con las otras almas en pena, esperando el desenlace de su existencia. Sin familia, sin amigos, sin dinero, sin amor y sin fe.

—¿Es este acaso mi castigo? ¿Volver a vivir todo de nuevo?

¿Y todo esto por qué? Por amar. Todo empezó por él, por su amor prohibido, por Sebastián. Sabía que su pecado fue haber amado a quien no debía. Amar a alguien que ya estaba comprometido con Dios cuando lo conoció. Adorarlo tanto hasta el punto de llevar en sus entrañas el fruto de su pasión. Esa fue su perdición. Le dio una hija, una niña que jamás conocería a ninguno de los dos.

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⏰ Última actualización: Sep 18 ⏰

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La Mujer de Judas, reencarnación.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora