Acto 1.
Soy la voz en los campos cuando el verano se ha ido.
El baile de las hojas cuando sopla el viento de otoño.
Nunca duermo durante el frío y el largo invierno.
Soy la fuerza que crecerá durante la primavera.
Otoño, 1908
—¿Qué voy a hacer contigo ahora?
Tras nueve meses de impaciente espera tenía por fin ante sus ojos la vida que había gestado en su vientre: una pequeña y regordeta recién nacida.
Madre desvió la mirada del cuerpecito rechoncho y observó disgustada los despojos sanguinolentos que habían salido de su vientre junto al bebé. El parto había sido un tormento. Sí, sabía que iba a ser sucio pero no pensó que fuera a ser doloroso, quizá si lo hubiera sabido no se habría embarcado en esa empresa, pero tras siglos de observar a los humanos, había anhelado tener un bebé propio entre sus brazos y, llevada por la curiosidad, decidió emplear el mismo método que utilizaban ellos, que resultó ser un verdadero incordio. Un embarazo demasiado largo, un cuerpo cada vez más pesado y torpe, y por último, un parto engorroso y laborioso.
Un verdadero fastidio.
Harta de soportar tanta incomodidad dejó que su sólido y efímero cuerpo mortal se transformara en la silueta grácil e intangible en la que habitaba su espíritu desde que se había creado a sí misma miles de siglos atrás. Se elevó sobre una tenue corriente de aire y observó de nuevo la pequeña vida que había surgido de su interior. Sonrió. El sufrimiento había merecido la pena. Era un ser precioso, una criatura dotada de humanidad, de emociones, de vida... Un bebé que les enseñaría a sus otros hijos, y a ella misma, la belleza que anidaba en el alma de los humanos: sus sentimientos. Sentimientos de los que ellos carecían. Al fin y al cabo eran pura energía.
Un sonido quejumbroso la hizo abandonar sus pensamientos y dirigir la mirada al diminuto ser que se removía incómodo sobre el suelo del bosque. Descendió hasta que su cuerpo etéreo quedó suspendido sobre el bebé y tocó curiosa la piel cubierta de grasa, la cabecita sin pelo, la boca sin dientes, los ojos hinchados y cerrados, los pequeños puños apretados con cinco arrugados dedos acabados en uñas exquisitamente formadas.
—¿Ya estás satisfecha? —resopló Antares.
Madre se giró, pero no respondió, se limitó a alzar una ceja al ver la cara enfadada de su hijo mayor, para a continuación soplar delicadamente sobre el bebé, éste se elevó lentamente hasta quedar frente a ella.
Canturreó mimosa una cancioncilla humana y sonrió al ver que la criatura cerraba los ojos arrullada por su voz.
—Merak — susurró sin levantar la mirada del objeto de su fascinación.
—Madre. —El segundo de sus hijos inclinó la cabeza en un respetuoso saludo.
—Camila necesita una cuna. Encárgate de ello —le ordenó besando la naricilla de la recién nacida.
—¿Camila? —preguntó sorprendido Merak. Su madre se mostraba extrañamente cariñosa, casi parecía humana.
Madre alzó de nuevo una ceja.
—Como desees —se apresuró a obedecer al ver el gesto de su progenitora.
Los dedos del hombre se iluminaron y de sus manos brotaron zarcillos de magma que se derramaron en el suelo y fueron tomando forma hasta convertirse en una estructura redondeada de porosa roca volcánica.