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El paisaje del Infierno nunca cambiaba. Los ríos de lava fluían sin pausa, rugiendo con la furia eterna de las almas condenadas, las cuales se retorcían en las profundidades ardientes. Columnas de humo negro ascendían hacia el cielo carmesí, donde una luna enferma, pálida y quebrada, colgaba inmóvil, bañando todo con una luz moribunda. Todo era inmóvil y sin vida. Una burla de lo que alguna vez había sido el reino glorioso de Lucifer Morningstar.

A lo lejos, las torres de obsidiana de su palacio se alzaban como espinas en la carne del inframundo, reflejando las llamas danzantes a su alrededor. Incluso el castillo, imponente y antiguo, parecía estar sucumbiendo a la misma decadencia que su rey.

Lucifer se encontraba en el borde de una de las torres más altas, con una copa de whisky en la mano, observando el eterno crepúsculo que bañaba su reino. El viento, si es que podía llamarse así, traía consigo el eco de los gritos de los condenados, pero él apenas los escuchaba. Eran solo otro sonido más en la sinfonía del Infierno, otro recordatorio de su caída y de todo lo que había perdido.

Lilith.

El nombre surgió en su mente como una herida que nunca cicatrizaba. Ella se había ido. Se había cansado de todo, de él. Después de eones a su lado, había decidido que ya no podía soportar más el vacío que era gobernar junto a él, y había desaparecido. A dónde, Lucifer no lo sabía, y en el fondo, tampoco le importaba. Todo lo que quedaba era el eco de su partida y el silencio sepulcral que había dejado tras de sí.

Lucifer llevó la copa a sus labios, bebiendo el licor amargo como si fuera agua. El fuego en su interior no se apagaba con el alcohol, pero al menos lograba adormecerlo por un tiempo. Miró la copa vacía, consideró romperla contra el suelo, pero en lugar de eso, la dejó caer lentamente desde el borde de la torre. Observó cómo descendía, girando en el aire, hasta perderse en las sombras.

"Redención." La palabra era como veneno en su boca, un concepto que su hija, Charlie, había adoptado como su misión personal. Se había distanciado de él, no por odio, sino por algo aún más doloroso: esperanza. Charlie creía que el Infierno podía cambiar, que las almas condenadas podían encontrar redención si se les daba una oportunidad.

Lucifer sabía que estaba equivocada. Había creado el Infierno con un propósito, para castigar, no para salvar. Pero ella se aferraba a su utopía, y en su corazón sabía que la había perdido también.

El rey del Infierno, sentado solo en su trono. El rey, rodeado de caos, pero completamente solo.

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Al otro lado del Infierno, en un rincón no tan apartado pero sí igual de oscuro, alguien más también observaba el paisaje infernal con una sonrisa perenne en el rostro.

Alastor, el Radio Demon, estaba de pie frente a la enorme ventana de su morada, una mansión que había levantado en los bordes del infierno con una estética tan anacrónica como él mismo. El vidrio antiguo distorsionaba la visión del Infierno que se extendía ante él, pero eso no importaba. En realidad, no estaba viendo nada. Alastor rara vez miraba solo con los ojos; siempre estaba observando, calculando, escuchando.

Su risa, que sonaba como una grabación antigua reproducida en una radio rota, llenó la habitación cuando sus pensamientos se dirigieron hacia la reciente obsesión de Charlie. El Hotel Hazbin. Qué idea más absurda. Redención en el Infierno. Era lo más ridículo que había oído en siglos, y sin embargo, no podía negar que había algo cautivador en la ambición desmedida de la princesa.

- "Oh, querida, qué inocente eres" - murmuró para sí mismo, sus ojos destellando con un brillo travieso.

Charlie, con su optimismo ingenuo, había decidido abrir ese hotel en un intento de salvar almas, y Alastor, en su infinita diversión, había decidido ayudarla. No porque creyera en su causa, sino porque la simple idea de ver cómo fallaba le resultaba deliciosa. Y había algo más. Algo que no compartía con nadie, algo que le hacía mantener un interés latente.