Prólogo

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Un joven descendía por un desgastado sendero, lleno de piedras húmedas. En su mano izquierda, llevaba un paraguas que se elevaba por encima de su cabeza, escuchando gotas salpicar contra su dura tela.

Su rostro se arrugó. La respiración se volvió lenta, controlada. Sus hombros se encorvaron un poco, pero la espalda, firme. Su figura solitaria continuó bajando, algunas gotas saltaron sobre su elegante chaqueta negra que contrastaba con el entorno natural. 

Ignoraba aquella sensación del pisar, como sus zapatos parecían hundirse en el barro viscoso, y sentía cómo el agua fría penetraba lentamente la suela. El barro, pegajoso y denso, le aferraba los pies, pero él lo ignoraba, acostumbrado ya a esa incomodidad.

Sintió el bolso que sostenía por lado derecho galopar en su pierna, incomodando su caminar, pero a él no le importó. Apretó el asa del bolso, sintiendo el cuero rugoso entre sus dedos. Lo levantó lentamente, deslizándolo sobre su hombro encorvado con una delicadeza casi reverente. 

Incluso si estaba desgastado, a punto de romperse, el bolso tenía una esencia de elegancia, y no permitió que ni una sola gota lo tocara, como si lo hubiera protegido intencionadamente. Aunque el bolso estaba a punto de rendirse al paso del tiempo, su mano nunca tembló al sostenerlo, protegiéndolo como un viejo amigo.

A pesar de las condiciones duras de la naturaleza, las gotas se hicieron más fuertes. El viento cambió de dirección. Las gotas, antes sutiles, ahora caían con furia, golpeando el paraguas con fuerza. El sonido del agua se volvió un tambor implacable sobre su cabeza. Pero él mantuvo la misma postura, erguido, firme. 

Cada paso que daba, cada barro que salpicaba sobre su zapato negro, resonaba leve entre la silenciosa naturaleza, manteniendo un ritmo lento y constante. Unas gotas rebeldes se deslizaron por el borde del paraguas, chocando contra su traje como pequeñas punzadas frías que ignoraba. Era como si la naturaleza misma intentara romper su fachada de calma, pero él, al igual que el traje, permanecía firme, inalterable ante el asedio constante de la lluvia.

Incluso cuando el entorno estaba inhóspito, ignoró aquel sentimiento de incomodidad. No mostraba una señal de desaliento, su respiración era lenta y calmada, un poco agitada, pero no por cansancio. Sentía cómo el frío comenzaba a colarse por los bordes de su ropa, pero su rostro, inexpresivo, no dejaba ver rastro alguno de incomodidad. En su interior, sin embargo, algo más fuerte que el viento lo mantenía erguido.

—Estoy llegando.

El susurro se desvaneció en las corrientes del viento, que aullaban con furia, intentando arrancar las palabras antes de que pudieran asentarse en el aire. Las ráfagas arremetían con fuerza, como si quisieran quebrantar su postura, tirando de su chaqueta y empujando el paraguas hacia un lado, pero él resistía. Cada fibra de su cuerpo parecía un enfrentamiento silencioso contra la naturaleza, firme, desafiando el caos.

Al bajar la última escalera, su pie derecho tocó el suelo con firmeza, el barro manchando el ahora cemento desgastado por el paso del tiempo. Con la mirada alta, observó a su alrededor, vislumbrando un añejo pueblo silencioso y vacío. El violento viento pareció calmar su ira y disminuyó su intensidad. El frío que antes se había filtrado en su cuerpo fue sofocado lentamente por el calor que su traje retenía, una sensación reconfortante se extendió por todo su cuerpo.

Su pecho subía y bajaba en un ritmo irregular, cada inhalación profunda parecía una lucha contra el aire frío. Finalmente, soltó un largo suspiro que se desvaneció en el viento. Sus facciones, antes tensas y afiladas, suavizaron como si una carga invisible se deslizara de sus hombros. Su espalda, siempre erguida, cedió ligeramente hacia adelante, liberando la rigidez que había mantenido durante todo el trayecto.

Parpadeó una vez más y dejó que su mirada recorriera el lugar. Las casas de madera, vacías y abandonadas, ahora pertenecían a la naturaleza. Las paredes de antaño rectas y firmes se veían invadidas por plantas que se entrelazaban con la madera, abrazándola con raíces y hojas. El tiempo había hecho su trabajo. El sendero de piedras estaba cubierto de un musgo húmedo y sucio, pero sorprendentemente, un verde brillante emergía de entre la suciedad, casi vivo en su resplandor. 

Era una paradoja extraña: algo que debería parecer marchito, se mostraba vibrante. Avanzó con cautela, sus pasos resonaban contra el empedrado, rompiendo apenas el adormecedor silencio.

Solo el eco de la suela de su zapato rompía la quietud. Con la espalda recta y el bolso bien sujeto, alzó la mirada hacia las casas que lo rodeaban. Cada edificio desmoronado y cada puerta deshecha le hablaban en susurros de un tiempo pasado. Una ola de recuerdos comenzó a deslizarse dentro de él, pero no se permitió detenerse en la nostalgia.

Este era el pueblo de su abuelo, del hombre que lo cuidó.

Las gotas de lluvia, antes feroces, ahora caían suavemente sobre el paraguas. Cada repiqueteo era un consuelo, como si la tormenta, tras desahogar su furia, hubiera decidido ofrecerle una tregua en forma de caricias acuosas.

Se detuvo frente a una casa, una que conocía muy bien. Inspiró profundamente, sus hombros subieron apenas un instante antes de que el aire escapara de sus pulmones en silencio. Su rostro permaneció sereno, pero sus músculos faciales tensos revelaban el esfuerzo por mantener cada gesto bajo control. La piel alrededor de sus ojos apenas se contrajo, resistiendo la presión de los recuerdos. No podía permitirse que un solo indicio de debilidad se asomara en su expresión.

Golpeó la puerta suavemente, el sonido seco apenas rompió el silencio.

Esperó, pero solo el viento le respondió.

Volvió a golpear, esta vez con un poco más de fuerza.

El eco de su llamado se desvaneció en el vacío.

Su mano derecha se deslizó hacia la madera frágil, temblando ligeramente bajo su toque. Sin pensarlo, inclinó la cabeza hacia adelante hasta que su frente rozó la puerta. El frío de la madera vieja se filtró en su piel, mientras sus ojos se cerraban por un breve momento.

Una voz resonó en su mente, suave y cálida, familiar y amable. Era una voz de pocas palabras, de esas que no necesitan grandes gestos para transmitir lo que sienten, pero que, sin embargo, estaba impregnada de amor:

—Pasa, hijo mío.

Sintió un nudo formarse en su garganta. Las lágrimas amenazaban con deslizarse por sus mejillas, pero cerró los ojos con fuerza, conteniendo las emociones que batallaban por liberarse. Sus dedos temblaron sobre el pomo, y obedeció la voz. Con una delicadeza casi reverente, empujó la puerta hacia adelante, dejando que se abriera lentamente, como si temiera romper algo más que la frágil madera.

Apenas cruzó el umbral, abrió los ojos y su mirada se posó en la mesa frente a él. Por un instante, al lado, pudo jurar que vio al anciano sentado en el sofá, con la misma boina que había llevado toda su vida. La imagen era tan vívida: el anciano, con esa sonrisa reservada, lo miraba mientras una radio sonaba suavemente a su lado. 

Parpadeó. 

Al abrir los ojos, el sofá estaba vacío, solo un pesado silencio llenaba el espacio. La sensación de soledad lo envolvió, pero no dejó que lo consumiera. Lentamente, se acercó al sofá y se dejó caer en él. El asiento, aunque vacío, parecía ofrecerle un abrazo cálido, como si la nostalgia misma lo envolviera. Se hundió en esa suavidad, sintiendo una protección casi tangible, como si aún fuera un niño necesitado de la guía que el anciano le había brindado tantas veces.

Una vozDonde viven las historias. Descúbrelo ahora