Todas las temporadas de la Isla de los Perdidos eran malas temporadas, pero el segundo trimestre del año era la peor de todas. Era la época donde todas las fiestas de Auradon terminaban y con ello dejaban de llegar sobras de los magníficos banquetes que se organizaban.
Tampoco había suficientes peces dentro de la barrera para sacarlos del mar y abastecer a toda la isla. Sin los cargamentos de sobras, Bar Bazofias cerraba hasta el cumpleaños del Príncipe Ben, el primer evento grande donde las raciones de comida rancia llegaban otra vez a la Isla, pero aún faltaban cuatro meses para eso.
Tiempos desesperados, medidas desesperadas. El oro y joyas de fantasía perdían cualquier valor, cualquier lata de comida para perro era mejor apreciada. Algunos intentaban guardar comida para la temporada, pero incluso los isleños tenían un límite de que tan mohosa podía estar una tostada antes de comerla y lo poco que lograba llegar a la isla era rápidamente terminado por los villanos como el Capitán Garfio (y tal vez sus hijos si se portaban bien) Úrsula y Uma (ellas podían mantener su negocio a flote por las habilidades de Úrsula atrayendo pecesitos del fondo) y Maléfica (Qué jamás compartiría) si tenias buenos amigos en las grandes ligas de los villanos tal vez tenías posibilidad, ahí estaba la familia de Gastón, degustando mariscos diminutos pero con la barriga llena al fin y al cabo.
Carlos tenía algunas latas de comida para perro almacenadas y aún así dudaba de llegar al final de la temporada pesando lo mismo. Jay podía ser un buen negociador, sin embargo, no podía conseguir comida para él y su padre sin tener que dar la mitad de la tienda. Incluso Mal, la hija de Maléfica tenía problemas rebuscando entre los basureros algo mínimamente comestible y lo bastante nutritivo para seguir con su trabajo.
Al final de la mañana, con el sol en su punto más alto, el pequeño grupo se reunió en un callejón junto El Castillo de las Gangas, el hogar de Mal y su madre.
—Maldición, llegó menos comida que el año pasado —se quejó Mal mordisqueando el corazón de manzana que encontró. Le dio un saco con algunos corazones de manzana extra a sus amigos. No era mucho, pero algo debían tener en el estómago hasta encontrar algo mejor.
Jay tomó uno y lo mordió con dificultad escupiendo las semillas. Carlos tomó otro e hizo lo mismo, le dio la bolsa a Evie y ella se negó.
—No, gracias. Ya comí —explicó antes de aplicar otra capa de labial mientras se miraba a su espejo roto. Los tres la miraron intrigados, pero más que nada asombrados —¿Qué? ¿Tengo un grano?
—¿Qué se supone que comiste, eh? —preguntó Mal cruzando los brazos y alzando la ceja.
—Unas latas de sopa —respondió con naturalidad.
—¿Latas de sopa? ¿Tienes latas de sopa? —Jay se acercó a ella. Evie podía jurar qué sonreía nervioso.
—Sí, los buitres nos trajeron algunas latas la semana pasada.
—Nos hemos estado muriendo de hambre durante dos días y ahora mencionas que tienes sopa en tu casa —murmuró Carlos un poco ofendido. Entendía porque Evie no quería compartir con Jay y Mal, pero ¿y él? ¿acaso no fue su primer amigo?
—Mi mamá cuenta las latas antes de acostarse. Les traeré algo en la noche —prometió. Los tres podían haberle gritado gracias, pero ninguno lo hizo. Mal habló.
—Bien, tenemos sopa. Ahora, Evie, Carlos, deben saber algo —comenzó ella y Jay ya sabía para donde iba.
—Cierto — dijo él nervioso. Evie y Carlos no eran los únicos que necesitaban saber algo y no era precisamente bueno.
—¿Qué pasa? —Carlos se giró a Mal antes de percatarse de que en la pared del callejón había hongos, si su conocimiento de hongos no fallaba ¡eran comestibles!