PRÓLOGO

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La reapertura de la línea 23 era por mucho una buena noticia. Después del cierre de hace tres años tuve que buscar maneras para llegar al conservatorio, pero ahora que el tren está nuevamente en funcionamiento, subir la montaña no será un problema.

Me abrí paso entre la multitud, la adrenalina del Halloween palpitaba en mis venas. Mi disfraz de Johnny Blaze llamaba la atención, especialmente la de un anciano cuya mirada inquietante no se apartaba de mí. Sus ojos, hundidos en un rostro surcado por arrugas, me seguían con una intensidad perturbadora.

A pesar de mi edad, el espíritu festivo de Halloween había despertado en mí un impulso irresistible de disfrazarme. Pero en el fondsabía que había otro motivo, uno que dolía reconocer.

Celestin, su nombre resonaba en mi mente como la promesa que hicimos. Podía imaginar su rostro iluminarse con una sonrisa al verme con este disfraz. Casi podía escuchar su risa contagiosa resonando en mis oídos. Aunque fuese solo un eco de lo que pudo haber sido.

Ella se había ido, llevándose consigo la luz que iluminaba mi mundo. Ahora, lo único que me quedaba eran los recuerdos, fragmentos de una felicidad que ya no existía. Este disfraz, esta noche, era mi manera silenciosa de honrar su memoria, de mantener viva la chispa de alegría que ella siempre traía consigo.

Sumido en mis pensamientos, apenas noté la presencia del anciano hasta que sentí el tacto áspero de su mano en mi hombro. Me sobresalté, arrancado bruscamente de mis recuerdos.

El hombre se había acercado sigilosamente, y ahora su aliento cálido chocaba contra mi oído. Su voz, ronca y cargada de urgencia, envió un escalofrío por mi espalda mientras susurraba  —No tomes ese tren—

La advertencia, pronunciada con una intensidad que no correspondía a su apariencia frágil. Pero fue el repentino pinchazo en mi espalda baja lo que me paralizó por completo. ¿Un arma? ¿Un cuchillo? Un malestar en mi estómago, amenazando con subir por mi garganta.

Luché por mantener la compostura y evitar hacer un movimiento brusco. El bullicio de la estación pareció desvanecerse, reemplazado por el latido ensordecedor de mi propio corazón. Por un momento, logré mirar por el rabillo del ojo el objeto punzante, era un lápiz.

De repente, el anciano me sacudió con  fuerza mientras sus dedos huesudos se clavaban en hombros. Fue entonces cuando sentí el lápiz deslizarse por mi espalda.

En un acto reflejo, lo empujé con toda la fuerza que pude reunir. El anciano trastabilló hacia atrás, haciendo que su cuerpo frágil chocara contra la marea de pasajeros. El lápiz cayó al suelo, rodando bajo los pies de la multitud.

De repente, el mundo a mi alrededor pareció despertar. Los rostros que antes habían sido indiferentes ahora se volvían hacia nosotros con ojos llenos de juicio y desaprobación.

—¿Viste eso? Empujó a ese pobre anciano—

—Qué vergüenza—

—Hoy en día no se tiene respeto por nada—

Me sentí acorralado, juzgado injustamente por una situación que no comprendían. Estaba molesto y dispuesto a ponerlo en su lugar pero las palabras se atascaron en mi garganta al ver la expresión del anciano.

Por un momento, creí ver un destello en sus ojos hundidos, ¿sorpresa? ¿decepción?. Luego, su rostro reflejó vulnerabilidad y confusión que solo alimentó las miradas acusadoras de los transeúntes.

—Lo siento, muchacho— murmuró, su voz ahora teñida de una tristeza profunda que parecía auténtica  —No quise... no pude controlarme—.

La multitud se arremolinó a su alrededor, ofreciendo ayuda y lanzándome miradas de reproche. Yo solo fruncí el ceño irritado, regresando a mi posición en la fila.

CAWBOY                             Sans Au'sDonde viven las historias. Descúbrelo ahora