Ella: Elisabeth

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Elisabeth había llegado a la gran ciudad con una maleta de sueños y la voluntad férrea de hacerlos realidad. Con veintiocho años, su título de periodismo, obtenido con esfuerzo y noches sin dormir, no parecía aún abrirle todas las puertas que había imaginado. Pero ella era persistente. Desde pequeña, siempre había sentido la necesidad de contar historias, de entender a las personas y el mundo a su alrededor, de darles voz a aquellos que, como ella, parecían estar a un paso de que su historia se escuchara, pero nunca llegaban a cruzar esa línea.

Su apartamento en el centro no era más que un pequeño estudio, con paredes blancas y una ventana que daba a un patio interior oscuro. No era precisamente lo que había soñado, pero en sus ojos, cada rincón tenía algo de magia. En la estantería, los libros de periodismo y una colección de antiguos discos de jazz compartían espacio con revistas y cuadernos llenos de anotaciones. Una vida marcada por palabras, por ideas, por la obsesión de contar la verdad.

La primera, en su adolescencia, fue con Hoker, aunque su nombre real era Sebastián

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La primera, en su adolescencia, fue con Hoker, aunque su nombre real era Sebastián. Era un chico reservado, pero con una pasión arrolladora por el jazz. Todos lo llamaban Hoker por su devoción a Hoke, un legendario cantante de jazz que pocos conocían. Durante su tiempo juntos, Elisabeth fue absorbida por su mundo de discos antiguos y noches interminables de sexo donde el humo del cigarro se mezclaba con las notas de trompetas y saxofones. Hoker le enseñó a escuchar el silencio en la música, a dejarse llevar por las emociones escondidas detrás de cada nota, pero también le mostró una forma de vida algo distante. Su relación terminó justo antes de que ambos salieran del instituto. No hubo grandes dramas, solo una despedida silenciosa, como una melodía que se apaga poco a poco, sin aviso, sin más. Al final, lo que la música unió, las distintas visiones del futuro separaron.

Más adelante, ya en sus años universitarios, conoció a Daniel y Patt, dos hermanos de La Cañada, un pueblo cercano al suyo. Primero fue Daniel. El mayor de los dos, un hombre calmado y serio, siempre concentrado en lo que hacía. Su relación fue tranquila, basada en la comodidad de tenerse el uno al otro. No había pasión desbordante. Su despedida fue amistosa, y la vida continuó.

Pero entonces apareció Patt, el hermano menor. Donde Daniel era estabilidad, Patt era caos. Alocado, rebelde y con un sentido del humor contagioso, Patt la envolvió en una vorágine de emociones y fogosas noches de sexo que no había experimentado antes. Con él, la vida era impredecible, llena de noches de risas, peleas impulsivas y reconciliaciones apasionadas que acababan con sábanas húmedas de pasión. Aunque Elisabeth se sintió más viva que nunca, también comprendió que ese tipo de intensidad tenía un precio. Después de un tiempo, el desgaste emocional fue demasiado, y, como un fuego que arde demasiado fuerte, su relación con Patt también se extinguió.

Ahora, años después, Elisabeth miraba atrás con una mezcla de nostalgia y aprendizaje. Cada uno de esos amores la había enseñado algo. Hoker le mostró el valor del silencio. Daniel le enseñó la importancia de la estabilidad y el respeto mutuo, y Patt le enseñó que a veces, el amor más intenso no es el más saludable. Tres hombres, tres lecciones, y al final de todo, allí estaba ella, aun en busca de sí misma, de su lugar en el mundo.

Elisabeth sabía que su historia apenas comenzaba. Sus ambiciones profesionales eran lo único que tenía claro. El amor, si volvía, lo recibiría con brazos abiertos, pero ahora estaba concentrada en algo mucho más difícil: hacer que su nombre resonara en los titulares, no como una nota al pie, sino como la firma de una periodista que había llegado a lo más alto.



Ella: Pasiones del pasadoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora