Día 3: Cambio de cuerpo: El visitante

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El primer día que lo vio a través de la ventana, entró en pánico y llamó a la policía. La segunda vez, salió para enfrentarlo, pero el rubio saltó por el balcón con movimientos tan rápidos como fluidos y desapareció. Manuel empezó a sentir que alucinaba, así que el resto de la semana lo ignoró, dándose cuenta que no era ninguna amenaza.

Era un hombre rubio, parecía de su edad o unos pocos años más joven, tenía un rostro que se vislumbraba hermoso cuando no estaba tergiversado por las sombras. Tenía un atractivo sobrenatural, tal como lo tiene el misterio o el fuego, sí, eso mismo, era como el fuego, hipnotizante de devolver la mirada, atrayente, hermoso como la fuerza de la naturaleza, pero peligroso. Imposible estirar la mano sin resultar herido.

Con los días se fueron habituando mutuamente a la presencia ajena. Manuel hacía su vida y el otro se sentaba en la silla que tenía en el balcón. La daba vuelta para poder observarlo y ponía especial interés en el momento en que se ponía a trabajar. Ahí sí, se ponía de pie y miraba la pantalla con interés, con cara pensativa. Las primeras veces lo ponía nervioso, pero pasados los veinte días, ya se había acostumbrado. La necesidad de llegar a los tiempos límites autoimpuestos era superior, supuso. ¡Pero su webcómic estaba en la mira de una editorial! Lo mínimo que podía hacer era ser constante en las actualizaciones.

Y la criatura (porque este era un tercer piso, eso no era humano, de ninguna manera) huía ni bien hacía un intento de salir a fumar. Sólo aparecía de noche con mirada atenta, pestañeando cuando recordaba que debía hacerlo, con esos ojos enormes y verdosos que parecían tener luz propia, pero no era más que la ciudad misma reflejada en sus pupilas.

Al principio le dio miedo, después le generó incomodidad y, con el pasar de los días, su presencia le generó un extraño confort. Una compañía atenta y silenciosa.

De día trabajaba, de noche dibujaba, de madrugada soñaba con una mirada que desde afuera lo observaba con tanta intensidad que atravesaba las paredes, los vidrios, su cuerpo. Se despertaba con una sensación de deseo que lo arrancaba de la cama con mal humor.

Fue un sábado particularmente frustrante, donde ningún trazo parecía ir hacia donde quería que fuera. Tenía exceso de café encima y ni una gota de sueño. Sacó un cigarrillo y se movió hacia el balcón, pero se quedó a una distancia prudencial de la puerta, inmóvil, cuando vio que su visitante amagaba con su huida nuevamente.

—Solo quiero salir a fumar. No hace falta que te vayas.

La figura humana se quedó parada al lado del vacío como si cualquier brisa pudiera arrojarlo. Manuel ni siquiera sabía si lo había escuchado o siquiera si lo entendía, pero cuando avanzó con lentitud, el otro no huyó. Pero no movió un músculo tampoco. De repente lucía como una estatua griega, tallado en mármol, a quien las luces de Santiago le daban la falsa sensación de vida. Lo único que daba señales de una existencia concreta era el brillo de sus ojos y cómo se movían con sutileza conforme Manuel avanzaba.

Esa misma mirada que veía en sus sueños.

Ahora que estaban más cerca, podía confirmar que su pecho no se movía con cada respiración y que si no necesitaba pestañear, no iba a hacerlo. Sólo la maldita mirada estaba más viva que su cuerpo.

Afuera olía a humedad, como si mañana fuera a llover. Estaba oscuro, el cielo sin estrellas, pero no fresco en aquella transición extraña del invierno a la primavera. Encendió el cigarrillo y se dio cuenta que no podía dejar de mirarlo a los ojos. Era el contacto visual más largo que había tenido con alguien. Se sentía tan intimidado como con la necesidad de respuestas.

Pero iniciar conversaciones era difícil. En especial cuando no se sabe qué es lo que está frente a ti.

—Soy Manuel —le dijo con la sensación de sentirse estúpido y loco, como quien le habla a una alucinación—. Si vas a acosarme por lo menos podrías decirme tu nombre.

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