Los Hijos Del Dragón

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El rey Aegon Targaryen, el primero de su nombre, tomó a sus dos hermanas por esposas. Rhaenys y Visenya eran ambas jinetes de dragón, de cabello de oro y plata, ojos violeta y la belleza de los auténticos Targaryen. Por lo demás, las dos reinas no se parecían más que cualquier mujer a otra, salvo en una cosa: las dos dieron un hijo al rey.

El primero fue Aenys: nacido en el 7 d. C. de Rhaenys, la esposa más joven de Aegon, salió raquítico y enfermizo. Se pasaba el rato llorando, y se decía que era de miembros larguiruchos y ojos pequeños y lacrimosos; que los maestres del rey temían por su supervivencia. Escupía los pezones de su ama de cría, y solo tragaba la leche de su madre; cuentan que estuvo berreando quince días cuando lo destetaron. Tan escaso era el parecido con Aegon que algunos osaron insinuar que no era hijo de su alteza, sino el bastardo de cualquiera de los apuestos favoritos de la reina Rhaenys, de algún bardo, titiritero o mimo.

Por si fuera poco, el príncipe tardaba en desarrollarse. Aenys Targaryen no comenzó a cobrar fuerza hasta que le entregaron la joven dragona Azogue, que había salido del huevo en Rocadragón ese mismo año.

El príncipe Aenys tenía tres años cuando su madre, la reina Rhaenys, y su dragona, Meraxes, perdieron la vida en Dorne. Su muerte sumió al joven príncipe en un estado inconsolable: dejó de comer e incluso volvió a andar a gatas como cuando tenía un año, como si hubiese olvidado caminar.

Su padre perdió las esperanzas, y por la corte corrieron rumores de que volvería a casarse, dado que Rhaenys había muerto y Visenya no le daba hijos; quizá incluso fuera estéril. El rey Aegon se reservaba esas cuestiones para sí, de modo que quién sabe qué pensamientos albergaba, pero muchos grandes señores y nobles caballeros se presentaron en la corte con sus hijas doncellas, cada una más hermosa que la anterior.

Las conjeturas se acabaron en el 11 d. C., cuando la reina Visenya anunció de improviso que esperaba un hijo del rey. Un varón, aseguró llena de confianza, y así fue. El príncipe llegó al mundo berreando a pleno pulmón en el año 12 d. C. No había niño de teta más robusto que Maegor Targaryen, en palabras de los maestres y comadronas; pesaba casi el doble que su hermano mayor al nacer.

Los hermanos nunca se sintieron unidos. Se daba por supuesto que el príncipe Aenys era el heredero, y el rey Aegon procuraba tenerlo en su compañía; lo llevaba cuando se trasladaba de un castillo a otro en sus viajes por el reino.

El príncipe Maegor se quedaba con su madre y ocupaba un asiento junto a ella cuando se reunía la corte. Por aquel entonces, la reina Visenya y el rey Aegon pasaban mucho tiempo separados; cuando no estaba de viaje, Aegon volvía a su fuerte de Desembarco del Rey, mientras que Visenya y su hijo se quedaban en Rocadragón. Fue por eso que señores y vasallos por igual dieron en llamar a Maegor el príncipe de Rocadragón.

La reina Visenya le puso una espada en la mano cuando contaba tres años.

Se rumorea que lo primero que hizo con ella fue matar a un gato que vivía en el castillo, pero es probable que la anécdota fuera una calumnia difundida por sus enemigos muchos años más tarde. Lo innegable es que el príncipe se sintió siempre atraído por las espadas. Su madre eligió a ser Gawen Corbray como primer maestro de armas: un caballero de los más letales que pudieran encontrarse en ninguna parte de los Siete Reinos.

El príncipe Aenys pasaba tanto tiempo con su padre que fueron los caballeros de la Guardia Real quienes lo instruyeron en las artes caballerescas, y a veces el propio rey. Era un niño diligente, a decir de sus instructores, y no le faltaba coraje, pero carecía de la talla y la fuerza de su padre, y nunca pasó de ser un luchador aceptable; ni siquiera cuando el rey le dejaba esgrimir a Fuegoscuro, cosa que ocurría de tanto en tanto.

Aenys no se cubriría de vergüenza en la batalla, comentaban sus instructores entre sí, pero tampoco se cantarían sus proezas.

El príncipe Aenys tenía otros dones. Cantaba muy bien, hay que reconocerlo; tenía una voz potente y melodiosa. Era cortés y encantador, y cultivado sin ser un ratón de biblioteca. Tenía facilidad para hacer amigos y las muchachas lo adoraban, ya fueran de alta o de baja cuna.

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