A veces se sentaba frente a la libreta sin saber qué escribir. Las horas volaban a la velocidad de sus obligaciones: pesadas, lentas, mordiéndole la conciencia con espumarajos de rabia entre los caninos; la sangre marcada en los ojos; sus lamentos en los oídos retumbando sin descanso cada vez que buscaba silencio.
—Debes escribir sus nombres —le recordó el acólito bajo su capa lila, enfundado en el tono de quien solo conoce la crueldad.
Tragó saliva, espesa como la ponzoña que le cargaba el corazón. No quería hacerlo, quería escapar de aquella sala en la que dictaba sentencias de muerte. No sabía qué escribir porque la punta del lápiz y el papel, semejantes a los amantes que en su inexperiencia se desean, aún no se tocaban. Los restos del carboncillo adornaban las hojas amarillentas como el esperma sobre la piel que todavía suda, empapada de la calma que sucede a la lujuria.
No sabía qué escribir, pero al igual que los amantes vírgenes, sus cuerpos tomarían el control en cuanto el papel y la punta del lápiz se tocasen. Entonces sus visiones llegarían en un torrente repentino que impulsaría sus dedos, obligándolos a trazar en negro los destinos de quienes se oponían al Cáliz de Acre.
—Hazlo.
Se inclinó sobre la mesa. La musiquilla de los grilletes apresándole los tobillos le recordaba que él mismo no distaba mucho de los nombres que aparecerían pronto entre sus trazos en el idioma Verde, que seguía siendo preso de un destino mayor que su alma, que su voluntad, que él mismo. «Los dioses son criaturas crueles que nos emplean a modo de herramientas», susurró su mentora a través de sus recuerdos.
—¡Escribe!
Esta vez, un empujón directo a su mente logró que sintiera que le arrancaban todos los dientes, que le taladraban un oído, que le arrancaban las uñas de los pies sin ninguna piedad. Solo duró un suspiro, pero bastó para que reaccionara. ¿Qué podía hacer él sino obedecer? Igual que su maestra, que todos los de su especie, que todos los pueblos doblegados por el poderoso ejército de los Rojos.
Una lágrima arrugó el papel convirtiendo su frágil superficie en un preludio de lo que estaba a punto de acontecer. Entonces el carboncillo rozó el libro y apareció la magia, lo invadió el don por el que el mundo lo envidiaba y él se odiaba. Sobre la hoja fluían los trazos dotando al lápiz de vida propia. «Lhasda, Dorki, Funse, Harrek, Doldi...».
Sus ojos rojos por la fatiga y la pena adquirieron el verde de su talento, la bruma surgió de sus dedos, que dibujaban la muerte de aquellos desconocidos: héroes para unos, despiadados asesinos para otros.
Abrió la boca para respirar, la vista se le nublaba. Los dedos aún movían el lápiz con soltura dibujando muerte. El acólito vigilaba a su espalda comprobando que Su voluntad se cumpliera. Tosió, el don lo consumía, pero todavía quedaban más de los suyos para reemplazarlo. Los Hermanos Buscadores nunca cesaban de traerlos. Jamás paraban de rastrearlos.
Cuando muriese, otro ocuparía su lugar, dándoles las vidas que exigían, consumiéndose en el proceso para desaparecer después arrojados en alguna zanja donde sin ayuda acabaría ahogado por la magia que manaba de su interior.
El brazo se le quebró. No era el que sostenía el carboncillo, que mantenía su carrera endiablada sobre las páginas del Libro de Éjaben. Solo cuando perdió la fuerza para continuar y se derrumbó sobre aquel instrumento de guerra que usaban sin descanso en tiempos de paz, vio, antes de cerrar sus ojos para siempre, el nombre de la Prometida, de la que encabezaría la Caída de los Cuatro: la que su pueblo aseguró que los salvaría.
Ahora que ellos la conocían, sus días estaban contados y él, a punto de perder el conocimiento por última vez, supo en los instantes últimos de su vida que de sus propios dedos acababa de aparecer el trazo que condenaría sin más remedio a su pueblo a la extinción.
ESTÁS LEYENDO
Premonición (Una historia de «La Caída de los Cuatro».
FantasyUn preso con poderes premonitorios es obligado a darle a sus captores los nombres de los enemigos del reino.