I - Odemaris

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(1715) "Mar de las Antillas".

Provincia de Havets Sång, Isla Tálasa.

Fue en un día brumoso.

Las nubes eran igual de grises y negras que el cobalto, la luz del sol encandilaba de una manera bastante irritante. Podía sentir cómo el viento susurraba en mis oídos, avisando la llegada de una posible tormenta, mi piel se congelaba con cada roce de la brisa. El mar, bueno, no sabía qué color usar para ésta ocasión; Un precioso turquesa veraniego se confundía con un obscuro e invernal color azul de Murcia.

Las gaviotas volaban y graznaban en la lejanía, persiguiendo a los pescadores que sacaban sus redes del agua, llenas de jugosos peces, una pequeña desgracia a la que un hombre del mar podría enfrentarse, aún así resultaban ser una molestia, al menos para ellos, para mí, solo eran graciosas, sabían reírse a carcajadas sin necesidad de contarles algún chiste tonto.

Con la mitad de mi cuerpo siendo acosada por bellísimos girasoles, me encontraba sentado sobre un gran tronco viejo, en lo alto de un acantilado, cerca de una descaminada bahía, cuya arena era tan fina y grisácea como la ceniza. Llevaba botas de cuero hasta las rodillas ése día, enterré mis pies en el césped que cubría la cima del precipicio. 

Tenía dieciséis años en aquel entonces, había dejado que mis ojos se perdieran en el horizonte, donde el mar apenas podía distinguirse del negruzco cielo, de no ser gracias a una delgada línea roja, provocada por el mismo astro dorado.

Mis largos cabellos castaños ondeaban al compás de las danzantes flores, que eran agitadas por la brisa. Ese día me vestí con una camisa blanca de mangas largas, confeccionada con una tela tan suave y fina, que me resultó bastante cómoda y refrescante, pantalones ceñidos que realzaban lo grácil de mis piernas.

 En mi mano izquierda llevaba un precioso lirio de color rojo carmín, con una cinta de seda, atada alrededor del tallo, manteniendo prisionero a un pequeño trozo de papel enrollado. Bonito regalo, aunque poco significaba para mí. No había brillo en mis ojos, ni una señal de vivacidad, eran igual de oscuros que una noche sin estrellas, y tan azules como el propio océano.

No estaba haciendo nada especial, solo subí a éste sitio para sentarme sobre un tronco viejo y dejarme embelesar con la belleza del mundo que me rodeaba, sin preocuparme tanto de la tormenta que se avecinaba a mis espaldas, pues, en mi pecho, había una peor, nubarrones negros asfixiaban mi corazón y sus relámpagos lo apuñaleaban.

¿Cómo no sentirme así?

Tendría sentido, si al desenrollar el pedazo de papel ése que llevaba atado el lirio, me encontré con semejante falacia;

"Para mi persona especial,

el rojo de ésta flor es tan seductor como tú..."

-ATT: Byron Collin.

Ni una señal de sonrojo...

—¿"Seductor"? ¿"Cómo yo"?—La garganta me ardía, tenía el acre sabor de la ironía ahí trancado.

Una mirada sin vida y una sonrisa tan fría como el hielo se dibujó en mi cara.

—"Seductor"... "Sed"...—Empecé a balbucear, solté una risa y después vino una sensación de repudio.—¿Te quieres burlar?

¡Gracias a los dioses, que a mi lado izquierdo, tenía una botella de morapio!

Semi-vacía, mi culpa, lo admito, pero ¿Qué más se podía hacer en una situación como ésta?

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