El ruido constante de Tokio se desvanecía a mi alrededor mientras caminaba por las abarrotadas calles de la ciudad. El bullicio de la vida cotidiana no me afectaba. Para la mayoría, era solo otro día lleno de obligaciones mundanas: trabajo, estudios, tareas. Para mí, todo era parte del proceso que había decidido seguir desde hace dos años. En estos momentos, no tenía ningún motivo para sentir nada particular. Solo era parte del día.
A veces, sin querer, mi mente volvía a ese día. El día en que me liberé de la White Room.
Recuerdo cuando Matsuo, mi mayordomo, vino a buscarme. Su expresión, normalmente serena, tenía una tensión que no había visto antes. No lo había comprendido del todo en ese momento, pero resultó ser el punto de inflexión en mi vida. Matsuo, junto con el presidente de una prestigiosa escuela, el señor Sakayanagi, había logrado lo que muchos habrían considerado imposible: reunir pruebas suficientes para cerrar la White Room. Todo lo que había sido mi existencia hasta ese momento, ese ciclo interminable de pruebas, evaluaciones y entrenamientos, finalmente había llegado a su fin.
No sentí nada especial cuando sucedió. No había alivio, ni miedo, ni preocupación. Era simplemente un hecho más. La White Room había terminado, y yo me encontraba frente a una nueva posibilidad.
Sakayanagi, el presidente de esa escuela elitista, me ofreció un puesto en su institución. En ese momento, sus palabras sonaban lógicas: continuar mi formación en un entorno donde mis habilidades seguirían desarrollándose. Su tono era serio, y las expectativas que tenía de mí eran claras. No era una oferta común; estaba seguro de que solo se la haría a alguien que consideraba especial.
Pero lo rechacé.
Le di las gracias educadamente, explicando que prefería vivir una vida normal, lejos de las estructuras controladas como la White Room. Quería experimentar lo que ellos llamaban "vida cotidiana". No había nada que me atrajera más que la idea de pasar desapercibido, de ser un simple estudiante. Sakayanagi no insistió demasiado; aceptó mi respuesta con un asentimiento y me deseó suerte en mi nueva vida.
Han pasado dos años desde entonces. Ahora tengo 17, y el próximo mes me graduaré de la escuela en la que decidí inscribirme. El tiempo había transcurrido sin mayores complicaciones. El día a día en la escuela normal era exactamente lo que había anticipado: predecible, estructurado, y completamente carente de desafíos reales. Me mantenía al margen de los demás estudiantes, sin destacar ni crear lazos innecesarios. Era lo que quería, después de todo.
Sin embargo, a medida que mi graduación se acercaba, no podía evitar preguntarme qué haría después. No es que me preocupara por el futuro; mi mente ya había considerado múltiples opciones, y ninguna parecía requerir mucho esfuerzo. Aún así, el vacío que sentía era difícil de ignorar. No era un vacío emocional, sino algo más profundo, una sensación de que todavía no había encontrado lo que estaba buscando. Pero, ¿qué era eso exactamente? No lo sabía, ni me preocupaba saberlo.
Me detuve un momento en una esquina, observando cómo el semáforo cambiaba de rojo a verde, y las personas a mi alrededor seguían su camino. Para ellos, era un día más. Para mí también lo era, pero la diferencia radicaba en mi perspectiva. Todos estos pequeños detalles, el flujo de la vida urbana, eran solo piezas de un rompecabezas más grande que aún no había logrado comprender del todo.
Mientras cruzaba la calle, no pude evitar recordar la oferta de Sakayanagi. Probablemente, en su escuela, habría tenido un camino claro, estructurado, tal vez incluso satisfactorio en términos de competencia. Pero no lo lamentaba. La vida que había elegido, con su simplicidad, me ofrecía una perspectiva diferente, y aunque el propósito aún se mantenía elusivo, sabía que algo se revelaría con el tiempo.