CAPÍTULO CINCUENTA Y UNO: JEDIK MARCONE

41 10 5
                                    

Jedik Marcone

Fui a la casa de mi madre. Sabía que estaba convaleciente, aún recuperándose, pero necesitaba verla. Cuando entré, ahí estaba, acostada, con esa mirada aguda que siempre tenía, como si lo viera todo. Apenas crucé la puerta, me saludó con una sonrisa cálida. 

—Qué bueno verte, hijo. Mandé a Leah a llamarte. Sí que es rápida—dijo, su voz un poco más débil de lo habitual, pero cargada de ese tono que siempre me hacía sentir como si nada malo pudiera alcanzarme mientras estuviera bajo su techo.

Me acerqué lentamente, sin responder de inmediato. Ella me observó detenidamente y frunció el ceño. 

—No te ves bien. ¿Qué te sucede? Nunca te había visto así. ¿Es por los bebés? Sabes que puedes contar conmigo. Aunque esté en esta cama, puedo ayudarte con ellos, no tienes que hacerlo solo.

Encendí un cigarrillo, observando por la ventana cómo el viento movía las hojas de los árboles. Le di una calada larga, sintiendo el humo llenar mis pulmones mientras el silencio se alargaba entre nosotros. 

—¿Cómo lo supiste?

Ella sonrió, ese tipo de sonrisa que solía darme cuando tenía un as bajo la manga.

—Tengo mis métodos, mi amor. No importa por qué intentaste ocultármelo. Me basta con saber que me convertiste en abuela. Eso es lo único que me importa.

Negué con la cabeza, y me volví hacia ella, mis ojos clavándose en los suyos.

—No me refería a eso. Hablo de mi padre, Abraham Burton.

La vi tensarse, pero lo disimuló bien. Se quedó callada por unos segundos, sorprendida, y luego sonrió de nuevo, una sonrisa que parecía más una máscara que una muestra de alegría.

—No quería ser una carga, hijo. Ya tienes suficientes problemas como para agregar uno más a tu lista—sus palabras parecían cuidadosas, como si cada una fuera un cristal que podía romperse fácilmente—. No quería que supieras que tu padre... era el hombre que más odias. El mismo miserable que me hizo tanto daño.

—Es irónico, ¿no? Cómo todos buscamos consuelo en la persona que más daño nos hace. 

—¿Consuelo? ¿Pasó algo con Irene?

Me pasé una mano por el rostro, frustrado. Sabía que no tenía sentido seguir dándole vueltas, pero ahí estaba, atormentándome, día tras día.

—Tú mejor que nadie deberías saberlo. Ella es... complicada. No sé por qué le sigo dando tantas vueltas al asunto. Si he tenido tantas oportunidades para matarla... ¿por qué al final no puedo hacerlo? ¿Qué me frena? ¿Los recuerdos? ¿Nuestros bebés?

Suspiró, su mirada fija en mí, como si intentara entender lo que no le estaba diciendo.

—Es el amor, está flotando en el aire, mi amor. No tienes que hacerlo. Ella está embarazada. Es la madre de tus tres hijos, de mis nietos. Está confundida, solo necesita tiempo. Las mujeres embarazadas sufren muchos cambios. Están más sensibles.

—No se trata de ningún cambio. Irene es testaruda y necia por naturaleza. La odio... la odio tanto que quiero verla muerta, así como ella fue capaz de matar a sus propios bebés—apreté la mandíbula—. Pero cuando tengo la solución al alcance de la mano, algo... algo me detiene.

Se quedó en silencio, y vi cómo su rostro se endureció.

—¿Qué has dicho? ¿Irene hizo qué?

—Abortó. Mató a nuestros bebés. 

—¿Por qué? 

—¿Por qué? —repetí—. Pensaba que ya lo sabías, teniendo en cuenta que siempre tienes tus métodos infalibles para conseguir información. ¿O vas a decirme que no estabas al tanto de esto, madre? ¿No fue en parte tu culpa que ella tomara esa decisión? —continué, mi voz subiendo de tono—. Siempre metida en nuestras vidas, en todo, manipulando y controlando desde las sombras.

—Yo... yo no sabía... —balbuceó ella, intentando mantener la calma, pero sus ojos evitaban los míos.

—No te hagas la no enterada—gruñí, dando un paso hacia ella—. ¿Por cuánto tiempo planeabas seguir ocultándome la verdad? Todo este tiempo he vivido en una maldita mentira. Tú... tú eras la única persona en este mundo en la que confiaba ciegamente. La única. Pero me ocultaste lo de mi padre.

Ella abrió la boca, como si fuera a decir algo, pero no salió ninguna palabra. 

—Eso... eso podría habértelo perdonado. Que hayas sido tú la que lo perseguía hasta en los sueños, que lo celaras hasta del viento. Incluso que lo hayas encerrado para tenerlo exclusivamente para ti. Pero lo que le hiciste al hermano de Irene, ¿por cuánto tiempo más pensabas callártelo? —grité—. ¿Y todavía te haces la víctima? ¡No me jodas! 

—Yo... —tartamudeó, tragando saliva antes de encontrar las palabras—. Te lo oculté porque no quería que tu relación con esa mujer se viera afectada. No quería ser una barrera en tu felicidad. 

¿Esa era su justificación? ¿Hacía esto por mi felicidad?

—Sé que me equivoqué. No debí hacer lo que hice, pero tenía mis motivos. Estaba cegada... cegada por amor. Amaba a tu padre tanto que la idea de perderlo... la odiaba. No lo entenderías, pero lo que estás sintiendo por Irene... es tan similar a lo que yo sentí por él. Lo que sentí por tu padre. ¿No ves? Esto debería ayudarte a entenderme.

La miré fijamente, sin dar crédito a lo que estaba escuchando. ¿Entenderla? ¿Comparar su obsesión enfermiza con lo que yo sentía por Irene?

—¿De verdad crees que hay alguna comparación entre tus delirios y lo que pasa entre Irene y yo? ¿Realmente crees que es lo mismo? 

Ella abrió la boca para hablar, pero la detuve con un gesto brusco.

—La situación entre Irene y yo no tiene nada que ver con lo tuyo y mi padre—dije, la voz impregnada de desprecio—. ¡Tú estabas obsesionada! Tus celos y tu locura arrastraron no solo a mi padre, sino también a nosotros, tus hijos, Killian y yo. Y ni hablar de los inocentes que quedaron en el camino, como Irene y su hermano. 

Ella intentó protestar, pero no la dejé.

—Te jactabas de ser una mujer correcta. Siempre actuando como si estuvieras por encima del resto. Pero todo lo que hiciste fue actuar bajo un egoísmo tan grande que lo arruinaste todo. Arruinaste a tu familia... y ahora, ¿quieres que te entienda? No puedo. No puedo ni mirarte sin sentir asco. 

Su rostro se contrajo, como si mis palabras la hubieran herido, pero no sentí lástima. Todo lo que había ocultado, todo lo que había hecho... no había perdón para eso. 

Vi cómo sus ojos buscaban algo, quizá una salida, alguna justificación que pudiera salvarla de mis acusaciones. Pero ya no había nada que pudiera decir. Lo oí en los pensamientos de Irene, incluso en la voz de Abraham. Todo lo que tenía que saber, lo sabía. 

—Mi niño, yo… 

No la dejé continuar. Ya no importaba lo que dijera. El propósito de mi visita se hizo claro en mi mente. Lentamente, llevé la mano a mi cintura, y en un movimiento fluido, saqué el arma que llevaba oculta. No la miré a los ojos, no lo necesitaba. 

Apunté.

—Haz lo correcto, incluso cuando lo correcto no sea lo que deseas, madre—dije con frialdad, repitiendo las mismas palabras que ella me había inculcado desde niño.

El disparo sonó en la habitación. El cañón humeó, y sin bajar la vista, observé la bala incrustada en su frente, el rastro de sangre que comenzó a correr lentamente por su piel pálida.

Sentí cómo mis rodillas cedían bajo el peso de lo que acababa de hacer, y me dejé caer frente a la cama. 

El arma aún colgaba de mis dedos, pero no tenía fuerza para levantarla. Las lágrimas, traicioneras, comenzaron a deslizarse por mis mejillas. 

Todo se había derrumbado. La pérdida de mis bebés, el vacío que dejó Irene, y ahora mi madre... ¿Cómo había llegado a este punto? Me preguntaba si alguna vez habría tenido otra opción. Quizá sí. O quizás esto era simplemente lo inevitable. 

¿Era lo correcto? No lo sabía. No tenía respuestas. Pero lo necesario... lo necesario, sí. 

Hate MeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora