CAPÍTULO CINCUENTA Y SEIS: JEDIK MARCONE

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Abrí la parte de la cuna para que Irene pudiera sentarse y, en cuanto lo hice, Naia y Rhea se alborotaron. Siempre era lo mismo: si uno se levantaba, las otras dos también querían acción. Mientras yo atendía a Naia, dándole algunas palmaditas en la espalda para calmarla, noté que Irene se acercaba a Kael con una expresión extrañamente desconcertada. Se inclinó hacia él y... lo olfateó.

La mujer que enfrentaba con entereza explosivos y misiones de sabotaje, se retractó de golpe, casi echándose hacia atrás, como si hubiera olido a la muerte misma. 

—¿Qué demonios le pasa a esta cosa? ¿Está muerto en vida? —dijo, entre un carraspeo y una mueca.

Intenté no reírme, pero el esfuerzo fue mayor de lo que imaginaba.

—Déjame adivinar, ¿huele un poco fuerte?

—¿Cómo puede apestar tanto una bola con patas? —replicó, agitando la mano como si quisiera apartar el olor de su nariz—. Por eso se reía de mí. 

—Es probable que tenga el pañal premiado. ¿Por qué no le quitas el pañal y lo verificas? —le sugerí, medio en broma, medio en serio.

Me lanzó una mirada fulminante y, con toda la calma del mundo, me extendió a Kael de vuelta, manteniéndolo en alto como si fuera un paquete radioactivo.

—Ya tuve suficiente. Limpialo tú o que esa bola de pelos aprenda a limpiarse solo. 

—Xiomara no debe haberse ido todavía. Le pediré que me asista. 

Me fulminó con una seriedad que podría haber congelado el aire a nuestro alrededor. Luego miró a Kael, como si considerara el dilema con más peso del que jamás le hubiera dado a una misión.

Suspiró pesadamente. Un suspiro que me recordó a alguien que sabía que no tenía escapatoria. Se levantó lentamente, como si estuviera aceptando un castigo, y puso a Kael sobre la cuna con una torpeza que solo ella podría tener. Lo manejaba como si fuera un dispositivo explosivo a punto de detonar.

—Bien, pero que quede claro, esto no es mi especialidad. Será la primera y última vez que lo haga. 

La forma en que lo hacía, con los dedos extendidos y la nariz arrugada, era lo más divertido que había visto en años. Kael, por su parte, estaba completamente indiferente a la situación, balbuceando suavemente mientras ella intentaba abrir el pañal.

—¿Qué demonios le has estado dando de comida? 

Me acerqué un poco más a ella, apoyando un codo en la cuna, como si estuviera a punto de confesar algo prohibido.

—¿Realmente quieres saberlo? 

Sus ojos se entrecerraron, brillando con sospecha.

—Sí. Quiero saberlo —exigió.

—Bueno, la leche en polvo... —comencé, haciéndome el pensativo—. No es exactamente lo más saludable para ellos. No les aporta todo lo que necesitan para estar realmente bien.

—¿Y entonces? —dijo, cruzándose de brazos.

—Acudí a Xiomara—confesé—. La conocí en un banco de leche materna. Es una de las mejores donantes de leche que tienen.

Sus ojos parecían lanzar chispas, como si dentro de ella se estuviera formando una tormenta eléctrica de indignación. 

—¡¿Qué?! —exclamó, su voz elevándose peligrosamente—. ¡¿Dejaste que una mujer desconocida pusiera sus asquerosos pezones en la boca de estas bolas peludas?! 

Tuve que hacer un esfuerzo monumental para no reírme. El solo hecho de que estuviera tan furiosa... y que llamara a los bebés "bolas peludas" con ese tono de desprecio disfrazado me resultaba divertidísimo. Estaba celosa, no había duda. Por más que tratara de disimularlo, se notaba en cada palabra.

—Tú—me señaló, luego generalizó, incluyendo a nuestros hijos—, todos ustedes son una bola de traidores. 

¿Traidores? ¿Realmente dijo eso?

Antes de que pudiera decir algo, ya había dado media vuelta y estaba a punto de salir de la habitación, seguramente con la intención de ir a buscar a Xiomara para hacer quién sabe qué. Rápido, le agarré el brazo con mi mano libre, mientras sostenía a Naia con la otra.

—Espera—le dije, intentando que no me traicionara la sonrisa que luchaba por salir—. No vayas a hacer ninguna locura.

—¡Voy a matarla!

—Fierecilla, no finjas. Ambos sabemos que no lo haces por ellos, lo haces porque estás celosa.

Se detuvo en seco, sus ojos girando hacia mí con una mirada que podría haberme congelado en ese mismo lugar.

—¿Celosa? —repitió, como si no pudiera creer lo que acababa de escuchar—. ¿Yo? 

Apreté un poco más su brazo, aún sujetándola para que no saliera corriendo. Era difícil contenerme. Esta mujer me estaba derritiendo con tanta ternura. 

—Si tan disgustada estás con ese hecho, entonces, ¿por qué no los alimentas tú de ahora en adelante? Ha debido ser incómodo para ti tener los pechos inflamados, sin nada ni nadie que te brinde alivio y segregando demasiada leche que se está perdiendo cuando tus hijos la necesitan… y por supuesto, yo también. 

Hate MeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora