LA MORDIDA MÁS DULCE

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Por tercera vez había echado a perder la masa de suizos. Su cabeza estaba en otro sitio, lejos de la pastelería que regentaba. Pensaba en Fina y en la forma en que se había marchado aquella misma mañana cuando había ido a buscarla a su casa con churros y chocolate caliente para desayunar y su propuesta de pasar el día juntas.

—Creía que era tu día libre.

Y así lo era. Al menos lo había sido hasta la tarde anterior, cuando recibió un encargo de última hora para un evento muy importante en un hotel donde se celebraba el séptimo encuentro estatal de novela erótica. Por lo que sabía de años anteriores, la empresa organizadora movilizaba a muchas personas amantes de la lectura —no solo de este género. Tenían en su haber encuentros de novela negra, romántica, de terror, ciencia ficción, fantasía...—. El encargo había llegado porque su proveedor de catering de dulces habitual les había fallado en el último momento. Aceptarlo suponía, quizá, abrir una puerta a un cliente muy importante. No podía rechazarlo. Y menos en la situación en la que se encontraba.

«Lo entiendo», le había dicho Fina, pero Marta detectó la decepción en sus ojos. Últimamente la estaba fallando demasiadas veces y temía que Fina se acabara cansando de esperarla. No quería que se sintiera un segundo plato, pero la pastelería no estaba pasando por su mejor momento y Marta estaba tratando de sacarla a flote invirtiendo más horas de las que le gustaría en esa operación de rescate.

Miró la masa sobre la mesa y se preguntó si tendría alguna solución o si la acabaría tirando a la basura como las dos anteriores. «Lo que faltaba, encima, desperdiciando género». Miró el reloj y, al ver la hora, se obligó a centrarse. No había tiempo que perder. Se volvió hacia el mueble para sacar un nuevo paquete de harina y empezar de otra vez desde el principio. Al volverse, se topó con Fina, que estaba apoyada en el umbral de la puerta que separaba el obrador de la zona de la tienda.

—No te he oído llegar.

Fina le mostró las llaves de la pastelería que ella misma le había entregado hacía una semana para que pudiera entrar cuando quisiera. Después, avanzó hasta quedar frente a Marta, al otro lado de la isla central donde preparaba la masa de suizos.

—Madre mía, qué guapa estás —susurró Fina apoyando las manos sobre la encimera, devorándola con la mirada.

—¡Qué dices! Estoy hecha un asco —replicó Marta tratando de apartarse los pelos de la cara con el antebrazo.

—Veo que estás teniendo algunos problemillas —añadió cogiendo un pedazo de masa.

—Sí. No sé qué me pasa. Es la tercera que echo a perder. ¿Me ayudas? —le pidió poniendo cara de corderito degollado.

—Claro —asintió Fina sonriéndola—. ¿Qué estás preparando? —preguntó mientras se lavaba las manos en el fregadero.

—Suizos.

Fina se volvió secándose con el paño y la sonrió.

—¿Suizos? —se sorprendió con la mirada golosa.

—Sí.

Colgó el paño en su lugar y regresó a la isla frente a Marta.

—Así que, suizos.

—Sí. ¿Por qué? ¿Te apetece un bollito? —le preguntó Marta con voz sensual.

Fina se inclinó hacia delante atravesándola con esa mirada felina que tan loca volvía a Marta.

—¿Cuándo no me apetece un bollito?

Marta se mordió el labio inferior y su cuerpo tiró de ella hacia delante, pero reculó de inmediato.

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