Capítulo 1

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Desaparición

(2024)

Edgar Polanco

Estuve hace poco en un hotel de la calle Mercedes, propiedad de alguien presente en la reunión. Todos contaron su historia, todas aparentemente verdaderas, sin lugar para mentiras. Yo no había contado, pues siempre me guardo las trivialidades.
El marqués de Kimpton, quien hasta ese momento no había hablado, se levantó y se apoyó en la pared. Era un anciano de alrededor de setenta años de edad, de aspecto imponente y solemne. En el silencio, habló con voz temblorosa.
—Yo también sé una historia hasta tal punto extraña, que ha sido la obsesión de mi vida.
Hace más de cuarenta años que me ocurrió la aventura que voy a contarles, y que no pasa un día sin que sueñe con ella. Desde aquel día me ha quedado algo así como una marca, como una huella terrorífica... ¿Comprenden? Sí, durante diez minutos, he experimentado un tan horrible espanto, que desde aquella hora me ha quedado en el alma una especie de miedo constante. Los ruidos inesperados me hacen estremecer. Los objetos que distingo mal, las sombras de la oscuridad me hacen sentir un deseo, una necesidad loca de escapar. En fin, que tengo miedo de noche como los niños.
¡Oh! Jamás lo hubiera confesado antes, pero con la edad que tengo, la oscuridad de la tumba está ya bajo mis narices. Mis sesenta y dos años me permiten no ser tan valiente a los vaivenes de la vida, los peligros imaginarios me han perseguido y a mi costado el peligro cierto, pero nunca he retrocedido jamás, amigos míos.
Esta historia que van a oír, que saldrá de mi boca, ha carcomido, de tal modo mi alma, ha dejado en mí un miedo tan profundo que no me había atrevido a sacarla de mí, hasta este momento. La he guardado en el fondo de mi conciencia y mis sueños, en ese fondo donde los secretos más tristes yacen olvidados en una hoguera, para finalmente ser quemados, todas las inconfesables debilidades que tenemos en nuestra existencia.
Voy a decirles la aventura tal como ocurrió, sin tratar de explicarla. Seguramente la tiene aquella hora de locura. Pero no, no es todo loco, queda en su responsabilidad buscar una explicación creíble a lo que les voy a decir, imaginen lo que sus corazones les digan.
He aquí los hechos más macabros y la historia que les contaré en esta noche de temor:
Era el mes de Octubre de 1816 y yo me encontraba en él Ensanche Lugo.
Un día que paseaba por la calle Beller, me encontré de frente a un hombre que creí reconocer, sin recordar con precisión aquella cara. Hice un movimiento para detenerme. Aquella persona notó el gesto, me miró y cayó en mis brazos.
Era un viejo amigo al que había querido mucho, hace varios años que no le veía y parecía que había envejecido todo un siglo.
Su pelo era completamente blanco y caminaba encorvado como un anciano bajo el peso de los años. Comprendió mi sorpresa y me contó parte de su vida. Una terrible desgracia lo había destrozado.
Estaba locamente enamorado de una muchacha de Ciudad Colonial, se había casado felizmente bajo un éxtasis de mentiras. Después de un año de dicha pasión desenfrenada, murió repentinamente, herida de bala en las calles de Santo Domingo, tal vez el intenso amor acabó con ella.
Mi amigo abandonó su piso el mismo día del entierro y había venido a habitar su hotel en Gazcue, ahogado por el dolor, vivía solitario y sobre alcohol, desesperado y tan mísero que solo pensaba en el suicidio.
Puesto que he tenido la suerte de encontrarte, me dijo, rogando ayuda y que le haga un gran favor, que es el de ir al piso y buscar en la mesa de nuestro cuarto, unos papeles de los que tengo urgente necesidad. No puedo encargar de ese cuidado a un cualquiera, porque necesito llevar este asunto con una discreción y un silencio definitivo. En cuanto a mí, por nada del mundo volvería a entrar ahí.
Te daré la llave de la habitación que yo mismo cerré, y la de mi mesa. Mi jardinero, para el que te daré una carta, te abrirá camino a la entrada del piso.
Pero ven a almorzar conmigo mañana y hablamos más de este asunto.
Prometí hacerle aquel favor. Después de todo no se trataba para mí, sino de un paseo, pues su dominio se encontraba situado a diez leguas de Gazcue, aproximadamente.
Al día siguiente, a las ocho de la mañana, fui a su casa. Durante el almuerzo mi amigo apenas abrió la boca. Me rogó que le dispensara: el pensamiento de la visita que iba a hacer en aquella habitación, donde yacía su felicidad estancada, le trastornaba, según me dijo. Me pareció, en efecto, agitado, preocupado, como si se estuviera riñendo su alma para el combate.
Al fin me explicó exactamente lo que tenía que hacer. Era muy sencillo. Debería recoger dos paquetes de cartas, encerradas en el primer cajón de la derecha del mueble, cuya llave me entregó.
—No necesito rogarte que no las leas —añadió.
Me sentí ofendido por aquellas palabras y se lo hice comprender vivamente.
Mi amigo balbuceo:
—Perdóname ¡Sufro tanto!
¡Y se echó a llorar!
A la una de la tarde me separé de él para ir a cumplir mi misión.
Hacía un tiempo espléndido y marchaba al trote largo a través de los prados, escuchando el canto de las alondras y el ruido rítmico de mi sable sobre la bota.
Al entrar al bosque puse mi caballo al paso. Las ramas de los árboles rozaban mi rostro; a veces tomaba una hoja entre mis dientes y la mascaba, poseído por una fugaz alegría, una felicidad impalpable y tumultuosa.
Al aproximarme al piso, busqué en mi bolsillo la carta para el jardinero y vi con extrañeza que el sobre estaba cerrado. De tal modo me sorprendió y me irritó aquel detalle, que estuve a punto de volver sin cumplir mi misión. Pero se me ocurrió que iba a demostrar una susceptibilidad de mal gusto. Mi amigo, en la turbación en que se encontraba, podía muy bien haber cerrado la carta.
La propiedad parecía abandonada desde hacía años. La empalizada abierta y podrida de abandono se conservaba por suerte en pie. La hierba llenaba los paseos; no se podía distinguir.
El ruido que provoqué al pegar con el pie a un gallinero, salió un hombre por una puerta situada a un lado a un lado de la casa y pareció paralizado verme. Salté a la hierba y le entregué mi carta; la leyó, la volvió a leer, me miró por encima del papel, y metiéndose al final la carta al bolsillo, me dijo:
—¡Y bien! ¿Qué es lo que usted desea?
Respondí bruscamente:
—En la carta están las órdenes de su amo: quiero entrar a la casa.
El hombre parecía asustado y balbuceó:
—¿De qué modo va usted a su cuarto?
Yo empezaba a impacientarme.
—¡Por vida de!... ¿Va usted ahora a interrogarme?
¡A usted no le importa!
—No, caballero..., pero es que... es que esa habitación no ha sido abierta desde... desde la... la muerte. Si quiere usted puede esperarme diez minutos, voy a ver..., a ver si...
—¿Cómo es eso?... ¿Se está usted burlando de mí? No puede usted entrar en ese cuarto, puesto que tengo yo la llave.
El jardinero no sabía qué decir.
—Entonces, caballero, voy a enseñarle a usted el camino.
—Enséñeme usted la escalera y déjeme solo: yo encontraré la habitación que busco.
—Pero..., señor... sin embargo...
No pudiendo contenerme más tiempo, le aparté bruscamente y penetré en la casa.
Atravesé primero la cocina, luego dos piececitas que el jardinero habitaba con su mujer; abrí camino a un gran vestíbulo, subí la escalera y reconocí la puerta indicada por mi amigo.
La abrí sin trabajo y entré.
La habitación estaba tan oscura que no distinguí nada al principio. Me detuve sobrecogido por ese olor particular entre moho y polvo de las piezas deshabitadas y condenadas de las habitaciones muertas.
Poco a poco mis ojos se habituaron a la oscuridad, y vi con bastante precisión una gran pieza en desorden, una cama sin sábanas, pero conservando los colchones y las almohadas, sobre una de las cuales se veía una huella profunda de una cabeza, como si acabaran de colocarse encima.
Dos sillas estaban caídas en el suelo: y noté que una puerta, la de un armario, sin duda, había permanecido entreabierta.
Me senté y abrí el cajón indicado. Estaba lleno hasta los bordes. Yo solo necesitaba tres paquetes que sabía cómo buscarlos.
Estaba haciendo esfuerzos por descifrar los escritos, cuando me pareció oír, o, mejor dicho, sentir un rozamiento detrás de mí.
No le di importancia que una corriente de aire había movido alguna cortina. Pero al cabo de un minuto otro movimiento, casi indistinto, me hizo sentir sobre la piel un ligero y desagradable estremecimiento. Mi miedo se apoderó de mi cuerpo y, por sorpresa de nadie, mis temblores hicieron que de mis manos cayeron varios papeles del cajón.
Una mujer alta, vestida de blanco, me miraba de pie delante del sillón donde yo estaba sentado un segundo antes.
Ella me miró y dijo:
—¡Oh, caballero, usted puede hacerme un gran favor!
Quise responder, pero se me hizo imposible tan solo moverme.
La mujer continuó:
—¿Quiere usted? ¡Puede usted desaparecer de mi vista, ha cometido un gran error al tocar mi portal y entrar a mis aposentos!
Todo se tornó oscuro y solo veía un destello sobre un cajón de policía que decía: Desaparecido seiscientos sesenta y seis, caso cerrado. Aquella luz me dijo algo muy claro, en el poco tiempo que estuve consiente antes de partir y fue este:
No debí aceptar algo de alguien que no veía hace más de veinte años y mucho menos carcomer en recuerdos de memorias ya muertas.
Este es solo el caso seiscientos sesenta y seis de desapariciones en Santo Domingo. Que Dios bendiga al siguiente... tal vez seas tú.

Inspirada en:

Aparición

(1883)

Guy de Maupassant

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