La desconocida

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Si eres hombre, tal vez te ha pasado que caminas por la calle y te encuentras con una hermosa mujer. No lo niegues; seguramente ha ocurrido más veces de las que te gustaría aceptar. Entonces, ¿qué te impide acercarte a esa chica a la que todos los hombres miran, pero tú decides ser la excepción al querer conocerla?

El miedo, lo sé. El miedo al rechazo, alimentado por la tonta ideología de que necesitamos aprobación ajena para sentirnos bien.

Eres un idiota y un cobarde si piensas así. No te preocupes, no lo digo como un insulto; yo también lo fui, hasta que un día...

Iba de excursión en bicicleta por uno de los pueblos más hermosos de mi provincia, un valle de lomas y carreteras que suben y bajan con el terreno. Si quieres agotarte pedaleando, te recomiendo visitar ese lugar. Agotado y sudando de maneras que no sabía que eran posibles, alcé la mirada y divisé una silueta femenina sobre una pequeña elevación del terreno. Estaba a unos 200 metros, sentada sobre la hierba, observando el paisaje. ¿Cómo supe que era una mujer tan pronto? Por el hermoso cabello que caía suelto sobre su espalda.

¿Qué hace un lugar así en una chica como esa? Quiero decir, ¿qué hace una chica así en un lugar como este? ¿Era otra apasionada de las excursiones como yo? ¿Se había perdido? ¿Esperaba a alguien? Cientos de interrogantes invadieron mi mente y el interés por conocerla crecía a medida que aumentaba mi curiosidad, así que continué avanzando.

Cuando ya no nos separaban 200 metros, diría que unos 150, decidí dejar mi bici en el camino. La mochila que llevaba encima apenas la sentía. La fresca y delicada brisa del atardecer complementaba su largo cabello color naranja. Ella estaba ajena a mi presencia; mientras el aire la despeinaba, sus manos blancas trataban de acomodar aquella constelación de cabellos que brotaba de su cabeza. ¿Qué pensaría en esos momentos? ¿Sospecharía que desde que la vi, ignoraba todo lo que me rodeaba? No, ella era libre; sus pensamientos estaban muy lejos de los míos. ¿Por qué? Porque si hubiera percibido la pureza de las emociones que despertó en mí, por misericordia habría girado un poco su cuerpo y me habría iluminado el alma con su sonrisa.

Continué caminando, acercándome. Ella estaba embobada por el paisaje; yo, embobado por ella. La veía como un precipicio profundo, un abismo hermoso al que saltaría aunque no tuviera alas. Porque, piénsalo: ¿qué somos? Solo eso, un accidente geográfico profundo y oscuro que a veces se ilumina con las pequeñas alegrías de la vida.

Ya estaba a unos 50 metros; mis manos sudaban, pero no por el calor. Mi corazón se aceleraba, pero no por la caminata. A 40 metros, cada paso me acercaba a la incertidumbre de hablarle. A 30 metros, mis músculos se tensaban como si se negaran a continuar. A 20 metros, mi mente me autosabotearía con el inminente rechazo que podría sufrir. A 10 metros, seguía ajeno a ella. El conteo regresivo comenzaba y aún no tenía nada ingenioso que decirle. ¿Acaso sería mejor dar marcha atrás?

-¡Sí! -gritaba mi mente.
-¡No! -decía mi alma.

En medio de esa lucha interna, ella finalmente percibió mi presencia y se volvió hacia mí:

-Lo siento, no pretendía asustarte. -dije yo.

-No te preocupes; no lo has hecho.

Respiré hondo y, sin saber qué más decir, continué:

-Hola. ¿Quién eres?

Dudó por un instante antes de responder:

-Puedo hacerte la misma pregunta.

-Una vez más, discúlpame, pero desde que te vi soy tu mayor admirador.

-¿Qué? -preguntó intrigada.

-En efecto. Permíteme decirte quién soy y narrarte la travesía que he tenido que enfrentar para poder estar hablando contigo ahora.

Dibujó una sutil sonrisa -mis miocitos bailaron en ese momento- y respondió:

-En ese caso, siéntate a mi lado y háblame de tu viaje...

Así lo hice, y lo menos que imaginaba era que mi recorrido apenas comenzaba. Comencé a relatarle mis aventuras, cada paisaje que había admirado. Hablé de las montañas, los ríos y las pequeñas aldeas que había cruzado. Pero lo más importante era que, mientras hablaba, sentía que cada palabra tejía un lazo entre nosotros, un hilo invisible que nos unía en aquella tarde mágica.

Ella escuchaba con atención, sus ojos brillaban con cada anécdota que compartía. Y cuando terminé, fue su turno de contarme sobre ella. Me habló de su amor por la naturaleza, de cómo había decidido escapar de la rutina para encontrar tranquilidad en lugares remotos. Su voz era melodiosa, y cada frase parecía envolverme en un cálido abrazo.

El sol comenzaba a ocultarse en el horizonte, pintando el cielo de tonos naranjas y rosas. En ese instante, comprendí que el destino nos había juntado en aquel rincón del mundo. La conexión era palpable; era como si nuestras almas se reconocieran después de un largo tiempo de búsqueda.

-¿Sabes? -dijo ella con una chispa en sus ojos-, a veces creo que las mejores historias son las que compartimos con desconocidos.

Asentí, sintiendo que cada palabra resonaba en mi corazón.

-Y esta es solo el comienzo -respondí con una sonrisa-. Quiero seguir explorando, pero ahora contigo a mi lado.

Ella sonrió de nuevo, y en ese momento supe que había encontrado algo más que una compañera de viaje; había encontrado a alguien que podría iluminar mis días oscuros y hacer que cada aventura valiera la pena.

La tarde se desvanecía lentamente, pero nuestras risas y conversaciones llenaban el aire con una nueva energía. Mientras el sol se escondía, yo sabía que había dado un paso decisivo hacia un futuro lleno de posibilidades. Y así, entre historias y sueños compartidos, comenzamos nuestra travesía juntos, un viaje que prometía ser inolvidable.

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⏰ Última actualización: Oct 10 ⏰

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