En el pequeño pueblo de Eldenwood, el sol siempre parecía ocultarse antes de tiempo, sumiendo a sus habitantes en sombras que parecían más densas de lo normal. Rodeado de colinas y montañas, el pueblo era tranquilo, pero nunca dejaba de tener un aire de misterio que inquietaba a quienes no estaban acostumbrados a su extraña atmósfera. Aunque los habitantes de Eldenwood llevaban una vida aparentemente tranquila, había algo que los mantenía en constante alerta: el temible Bosque.
El bosque se encontraba al borde del pueblo, un límite natural que casi todos respetaban. Era un lugar que inspiraba temor, especialmente por las historias que se contaban sobre él. La leyenda decía que quien se adentraba demasiado en sus entrañas no volvía a ser el mismo. Las pocas personas que habían regresado tras entrar al Bosque sufrían muertes trágicas poco después. Los testimonios de los sobrevivientes, antes de su inevitable fallecimiento, hablaban de una presencia extraña, una sombra que acechaba entre los árboles, observando, esperando... pero nunca lograban describirlo con detalle. Morían antes de poder hacerlo.
Por años, estas historias alimentaron el miedo y la superstición en el pueblo. Los padres advertían a sus hijos sobre las consecuencias de acercarse al bosque, y hasta los adultos más escépticos preferían mantenerse lejos de él. Sin embargo, para Selene, aquellas leyendas no eran más que eso: cuentos para asustar a los niños.
Selene había crecido en Eldenwood, pero siempre había sentido que el lugar era demasiado pequeño para ella. No le temía a lo que los demás temían. Su curiosidad y espíritu rebelde la hacían diferente al resto de los jóvenes del pueblo. Mientras que la mayoría de las personas prefería vivir sus vidas con cautela, ella sentía una constante necesidad de desafiar las normas, de descubrir lo que se escondía detrás de los mitos que tanto asustaban a los demás.
Desde que tenía memoria, el Bosque había sido un lugar que la intrigaba. Cada vez que pasaba cerca, sentía una atracción inexplicable hacia él, como si el susurro del viento entre los árboles la llamara por su nombre. No le daba miedo el lugar, sino la idea de que nadie hubiera intentado entenderlo realmente. ¿Cómo era posible que todos aceptaran tan fácilmente que el bosque era peligroso solo por unas cuantas historias sin fundamento?
Una tarde, mientras estaba en la plaza del pueblo escuchando a un grupo de ancianos hablar sobre las más recientes tragedias asociadas con el bosque, algo en Selene se quebró. Estaba cansada de vivir bajo el yugo del miedo y la ignorancia. Decidida a descubrir la verdad, se acercó a su mejor amigo, Mateo, y le comentó su plan: esa misma noche, entraría al Bosque.
—¿Estás loca? —Mateo la miró con incredulidad cuando escuchó sus palabras. Se inclinó hacia adelante, bajando la voz. —Sabes lo que pasa con las personas que entran allí. Es peligroso, Sel. Nadie sale ileso.
—Nadie ha salido para contar la verdad —replicó Selene, su tono firme. —Solo hay historias vagas y suposiciones. Nadie sabe realmente lo que hay ahí dentro, y estoy cansada de que todos le tengan miedo a algo que no comprenden.
—No es cuestión de comprenderlo, es cuestión de sobrevivir —insistió Mateo, cruzando los brazos. —Hay cosas que no necesitamos saber. El bosque... es mejor dejarlo en paz.
—No para mí —Selene lo miró fijamente. —Siento que necesito ir, siento como si algo me estuviera esperando ahí dentro. No puedo ignorar esa sensación.
Mateo suspiró, rascándose la nuca con frustración. Sabía que, cuando su amiga se proponía algo, no había manera de hacerla cambiar de opinión. —No puedes ir sola.
—No tienes que venir conmigo —respondió ella con una sonrisa. —Esto es algo que debo hacer sola.
A pesar de sus palabras tranquilizadoras, Mateo insistió en que era una idea terrible, pero ella no cedió. Esa noche, cuando la luna apenas se asomaba tras las colinas, preparó su mochila con lo necesario: una linterna, una brújula, agua y una pequeña navaja. Sabía que la caminata sería larga, y aunque no esperaba toparse con nada demasiado peligroso, prefería estar preparada. Se abrigó con su chaqueta más gruesa y, sin pensarlo más, dejó su casa en silencio, dirigiéndose hacia el límite del pueblo.
El camino hacia el Bosque era estrecho y solitario, flanqueado por árboles altos que parecían inclinarse hacia ella como queriendo atraparla. A medida que se acercaba, el aire se volvía más denso, como si el mismo bosque tuviera una presencia física que lo envolvía todo. Ana notó que no había ningún sonido de vida animal. Ni pájaros, ni insectos. Solo el susurro del viento entre las ramas, un sonido que en cualquier otro contexto hubiera sido apacible, pero en ese momento tenía un matiz siniestro.
El bosque se erguía ante ella como una pared imponente de oscuridad. No había caminos claros, solo un laberinto de árboles retorcidos y sombras profundas que parecían moverse cuando no miraba directamente. Pero Selene no titubeó. Encendió su linterna y comenzó a adentrarse en el espesor del bosque, con los pies aplastando las hojas secas bajo sus botas.
A cada paso, el frío se hacía más intenso, algo que no tenía sentido en plena primavera. El aire se sentía pesado, casi sofocante, como si el bosque la envolviera en su abrazo sombrío. Las ramas crujían bajo sus pies, y cada sonido, por pequeño que fuera, parecía amplificado en el silencio sepulcral que reinaba a su alrededor.
No podía evitar la sensación de que alguien o algo la observaba desde las sombras. Volteó varias veces, asegurándose de que no había nada detrás de ella, pero siempre sentía esa presencia inquietante. Se repetía a sí misma que solo eran los nervios, que todo era producto de su imaginación. Sin embargo, cuanto más avanzaba, más difícil le resultaba ignorar esa extraña sensación.
De repente, un crujido a su derecha la hizo detenerse en seco. Giró la linterna hacia el lugar de donde provenía el sonido, pero no vio nada. Solo el bosque, oscuro y quieto. Su corazón comenzó a latir más rápido. Era la primera vez que sentía algo parecido al miedo, pero se obligó a seguir caminando.
Mientras avanzaba, notó que la vegetación se volvía más espesa, como si el bosque quisiera detener su avance. Las ramas parecían extenderse hacia ella, y el suelo estaba cubierto de raíces retorcidas que dificultaban cada paso. Sin embargo, lo más extraño era que el ambiente mismo parecía cambiar a su alrededor. Las sombras se alargaban de formas imposibles, y las luces de su linterna parecían apagarse ligeramente, como si la oscuridad fuera demasiado densa para ser penetrada.
Tras lo que parecieron horas de caminata, llegó a un claro pequeño en medio del bosque. El lugar era extraño, demasiado perfecto, como si estuviera allí esperándola. El suelo era suave, cubierto de hierba, y en el centro había una gran roca cubierta de musgo. Sintió que ese lugar tenía algo especial, pero no podía explicar qué.
El viento sopló con más fuerza, haciendo que las hojas revolotearan a su alrededor, y en ese momento sintió, por primera vez, que no estaba sola.
—¿Quién está ahí? —preguntó, su voz fuerte pero temblorosa.
No obtuvo respuesta. En su lugar, un leve susurro, apenas audible, pareció resonar en sus oídos, pero no pudo entender las palabras. Era como si el bosque mismo intentara comunicarse con ella. Apuntó la linterna hacia el borde del claro, buscando cualquier señal de movimiento, pero todo seguía en calma.
De repente, una figura apareció al otro lado del claro. No había salido de entre los árboles, sino que simplemente estaba ahí, como si siempre hubiera estado observándola. Era un hombre joven, alto, con cabellos oscuros que caían desordenadamente sobre su frente, y ojos penetrantes que brillaban con una intensidad inquietante en la penumbra.
Se quedó helada. No esperaba encontrar a nadie allí. El hombre la observaba en silencio, sin moverse, como si estuviera evaluando su presencia.
—No deberías estar aquí —dijo él finalmente, su voz baja y rasposa, como si apenas hablara.
Selene retrocedió un paso, sorprendida, pero no por miedo, sino por la intensidad de su mirada. —¿Quién eres? —preguntó ella, tratando de mantener la calma, aunque su corazón latía con fuerza en su pecho.
El hombre dio un paso hacia adelante, y la luz de la linterna iluminó su rostro pálido y afilado. —Yo... soy parte del bosque —contestó enigmáticamente.
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